I
Escuché los sollozos de la mujer, bajitos, sin
sentido.
Ocupaba yo una habitación en su casa, la
había tomado como último recurso después de mi separación.
Una tarde de lluvia me acomodé en la
amplia estancia y bajé del taxi mis pocas pertenencias; y a los dos días conocí
al amante en turno de mi casera, quien era disipada, ligera y tonta.
Pero esa noche lloraba en su recámara;
recordé, entonces, que la mañana de ese día había descubierto un breve mensaje
sobre su cama. La indiscreción me había llevado a saber que sería la última vez
que lo vería.
Era una breve nota:
“Amorcito: Espero ya no estés enojado
conmigo, recuerda solamente las ricas cogidas que nos dimos. Besos (Muá /
Muá).”
Lloraba y me reí.
Como no dejaba de hacerlo, por cortesía
fui a su habitación. Miré su amplia espalda, desnuda y gorda. Su piel del color
de la leche. Ella me recibió con gratitud: comenzó a brindarme una larga y
torpe explicación, en la que reconocía que había tenido su culpa, pero “le di
todo para que tuviera experiencia...”
No paró hasta el amanecer.
En dado momento le interpuse tres
preguntas, que no quiso contestar, lo que hizo fue suspender el llanto y darme
las buenas noches. Agradeció mi ayuda. Muerto de cansancio me fui a dormir.
A la mañana siguiente todo era perfección
y alegría: se conformaba con tener a un solo amante.
Desayunamos juntos y nos fuimos a
trabajar.
II
Escuché el llanto de la mujer y me conmoví.
Como el invierno estaba en todo su apogeo
no hice caso y la dejé que derramara sus lágrimas; de nueva cuenta había
perdido a su “amorcito”, pero la experiencia pasada me dio la oportunidad de
saber que no era un llanto sentido, sino una farsa, porque mi casera era
azotada y tonta.
La mañana siguiente salió a trabajar de
lo más contenta.
III
Pasado un tiempo me adapté a sus infortunios y
descubrí que no podía estar sola; buscaba en todo momento una nueva ilusión,
pero ya no tuvo la misma suerte que yo había visto en los meses transcurridos.
Tuve, en algunas ocasiones, que ser su alcahuete, porque a la casa llegaban por
lo menos tres personas a buscarla. Se relacionaba con una gran facilidad y me
pedía que, mientras ella disfrutaba del sexo con alguno de ellos, le informara
a los otros que no se encontraba en casa. Pero llegó el tiempo que nadie la
buscó; o ella no buscó a nadie.
Entonces fui yo el centro de sus
aspiraciones: se aparecía por las noches en mi recámara, semidesnuda y con
enormes deseos de convivir. Yo olvidaba poner alguno de los cerrojos cada
noche, y entraba a la habitación de dos puertas.
Mi recámara daba a la suya, y nos dividía la breve distancia del baño, y la
cercanía del pasillo del segundo piso.
La primera vez entró para decirme que no
podía conciliar el sueño, que el viento hacía temblar la puerta y que “el ruido
no me deja dormir”. Le dije que tendría cuidado y algo haría para que no
volviera a suceder.
Esa noche el frío lograba que sus pezones
se mantuvieran erectos y yo los vi porque su camiseta era delgada; pero al
parecer el frío no la molestaba: traía cubierto el torso, mas dejaba ver sus
piernas y sus abatidas nalgas, cubiertas por un breve calzón.
IV
Se me antojó esa noche apretarle sus enormes pezones;
luego me arrepentí al percibir su intención: deseaba seducirme.
Escuchaba un disco en la computadora y se
acercó para preguntarme quién era.
La voz de Ray Charles cantaba “Misery In
My Heart”, y se lo dije.
—Cuando pongas un disco, dime quién
canta, a ver si se me quita un poco lo pendeja...
Se sentó a mi lado, apenas cupimos en el
breve sillón; su enorme cuerpo ardía. Como una travesura le mostré mi colección
de fotos pornográficas, que vio con interés.
Desde esa noche, todos los días caminó
por la casa en su desnudez, y fue para mí la continua repugnancia.
Una vez la desee. Llegaba de trabajar, y
traía una breve falda. Se sentó en el sillón y frente a mí. Abrió las piernas y
me dejó ver su abultado pubis. Por un instante tuve una debilidad. Miré sus
piernas y ella, entusiasmada, no dudó en mostrarme cada vez más.
La luz de la tarde, que filtraban las
gruesas cortinas, la alumbraron con dramatismo. Sus obesas formas lucieron con
cierto “encanto”.
Entonces recordé su fingido llanto en la
recámara. La vi en la memoria subir las escaleras hacia la azotea recién salida
de su cuarto. Traje a la memoria los ruidos en las mañanas en el baño. Sopesé
su enorme estupidez. Su tontera usual. La imaginé en la cama con sus amantes;
sus impostados jadeos en la brevedad de gozo amatorio.
Sus palabras:
—He ayudado a mis amigos cuando han
estado en proceso de separación...
Recordé sobre todo la noche que llegué ya
noche y escuché sus gemidos. Abrí la puerta de su recámara y, sin que ella se
diera cuenta, vi su acto masturbatorio: completamente desnuda y derramada en la
cama, se tocaba los enormes senos: se estiraba los pezones y luego los lamía;
se masajeaba el cuerpo.
En su vagina —abierta como un bistec—
restregaba el cuerpecito de un oso de peluche.
Una vez me había confesado: “Es mi amorcito en noches solitarias”. Pero yo no
entendí.
Por un instante la desee. En seguida vino
la náusea. Desvié la mirada: la luz de la tarde entraba débil por la ventana.
A los tres días abandoné su casa.
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