Clemente Castañeda Hoeflich
Precandidato a Senador
Cuando realizaba estudios de
doctorado en la New School for Social
Research, hace 12 años, emprendí un proyecto de investigación sobre la
situación de los derechos indígenas en México. Mi proyecto de investigación se
titulaba “Ciudadanía asimétrica”, ya que el marco jurídico mexicano, a partir
de la reforma constitucional de 2001 -que fue un avance indiscutible-, asume a
los pueblos indígenas como entidades de interés público y delega en los estados
la facultad de decidir en qué medida se reconocen y protegen sus derechos.
La comprensión de los pueblos
indígenas como “entidades de interés público” surge de una visión paternalista
y asimilacionista donde es el Estado quien unilateralmente se encarga de
gestionar el proyecto de vida de los propios pueblos que están “bajo su tutela”,
quedando como letra muerta el principio de libre determinación y limitando su
capacidad de reclamar y ejercer sus derechos colectivos.
Esta situación se traduce en una
especie de discriminación jurídica e institucional hacia los pueblos indígenas,
que es asimétrica a lo largo del país, y que se agrava por la histórica
marginación y falta de oportunidades que padecen las comunidades indígenas.
Como lo han explicado numerosos
especialistas, entre ellos Rodolfo Stavenhagen, con quien tuve la oportunidad
de dialogar para la elaboración de un proyecto de reforma en Jalisco, algunos
derechos solamente se pueden ejercer plenamente en forma colectiva.
Por ello, contrario a la concepción
de “entidades de interés público”, se presenta la política de reconocimiento de
los pueblos indígenas como “sujetos de derecho”, lo que implica un
reconocimiento explícito de su personalidad jurídica colectiva y, por lo tanto,
de su capacidad para portar y ejercer derechos como una entidad política con
actuación en la vida jurídica del Estado.
Este reconocimiento supone no sólo
el establecimiento en la ley de una serie de derechos, sino la garantía de
libre determinación, el reconocimiento de sus sistemas de organización, y la
protección de su personalidad para decidir su presente y futuro. En suma,
supone que los pueblos indígenas forman parte y son participantes de la vida
del Estado, y no entidades bajo su tutela.
Esta fue la demanda central que
emanó de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar en febrero de 1996, y no se
trata de una “concesión” del Estado hacia grupos particulares, sino de una
política que asume, dentro de la pluralidad y la multiculturalidad, la
responsabilidad de procesar las demandas históricas de los pueblos indígenas y
les permite exigir sus derechos.
En los últimos seis años, tanto en
el Congreso de Jalisco como en el Congreso de la Unión, impulsé reformas para
reconocer a los pueblos indígenas como sujetos de derecho, porque es el primer
paso para proteger de manera efectiva sus derechos colectivos, territoriales y
culturales, y también porque se traduciría en una mayor capacidad para exigir y
ejercer sus derechos elementales en otras materias, como seguridad, salud,
educación, vivienda y participación política.
Los pueblos indígenas de México
siguen viviendo un patrón de despojos y atropellos a sus derechos fundamentales
que se ha convertido en un grave vicio de la política nacional; por eso es
urgente transitar hacia una política de reconocimiento donde los pueblos
ejerzan su ciudadanía y sus derechos colectivos, donde se garantice la
protección de su patrimonio y su cultura, donde sean partes integrantes del
sistema político y social, y no espectadores con derechos parciales.
El camino no es fácil: estos
cambios se relacionan directamente con el ejercicio democrático del poder y
sólo serán posibles con un cambio del régimen político. Por eso, a casi 22 años
de los Acuerdos de San Andrés, la lucha debe continuar
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