Luz siempre es luz, oscuridad
siempre es oscuridad. Yo lo llamo fragmentos de miedo. La luz tiene un
objetivo: iluminar. No mentir, ni separar, ni dividir, ni comparar, ni
competir; solamente complementar y elevar.
Carlos Santana
Sólo una vez he visto y escuchado
—en vivo— a Carlos Santana.
Santana, quien en mil novecientos
sesenta y nueve —a los veintidós años— se dio conocer como solista en el mundo
de la música con el álbum Santana, y
actualmente (y desde hace varias décadas) es considerado uno de los más grandes
guitarristas del orbe musical, este año cumple sus primeros setenta años.
Pero Carlos Santana no siempre fue Carlos Santana —uno de los veinte
guitarristas más grandes de todos los tiempos de acuerdo con la revista Rolling Stone—, sino que antes, mucho
antes, corrió —como muchos de los niños que ahora tienen su edad— por las
calles de Autlán (de la Grana, y luego de Navarro, Jalisco), su pueblo natal.
De acuerdo con un documento oficial
del ayuntamiento (emitido el catorce de septiembre de dos mil dieciséis, para
declarar el veinte de julio como Día de Carlos Santana en Autlán de Navarro),
Carlos es hijo de José Santana Meza y Josefina Barragán Corona y pasó sus
primeros años en el barrio de la Sirena.
Su padre fue integrante de un
mariachi. Fue él quien inició a Carlos (y a sus hermanos) en el aprendizaje de
los instrumentos musicales y el gusto por la música tradicional mexicana.
Primero fue el violín, pero a los ocho años, cuando su familia se muda a la
frontera, encuentra que es la guitarra.
A Tijuana llega en mil novecientos
cincuenta y cinco, con ocho años de edad. El encuentro con el músico Javier
Bátiz le cambió la vida. Y bajo su tutela aprendió los acordes esenciales
imitando a los grandes músicos como de B. B. King, T-Bone Walker y John Lee
Hooker, influencias que aún se notan cuando uno lo escucha tocar la lira.
En Tijuana, siguiendo las líneas de
su leyenda, Carlos tocó en clubes de música locales con el grupo Los T.J.’s, en
el que era bajista; luego, en mil novecientos sesenta y uno, su familia se mudó
a San Francisco de California, donde el ambiente hippie fue propicio para que
surgiera Carlos Santana, el músico, con su banda la Santana Blues Band, en
1966, un año después de haber obtenido su nacionalidad norteamericana.
Su carrera en ascenso logró que del
Filmore West de Bill Grahams fuera luego al legendario festival de Woodstock, donde, el dieciséis de agosto de
mil novecientos sesenta y nueve, abrió su participación con “Black Magic Woman”.
Antes, mucho antes había escuchado
a su padre tocar en un mariachi (en dosmil catorce, en una entrevista con el
periodista de El Mundo de Madrid,
Santana respondería a una pregunta sobre sus orígenes musicales):
—Usted nace a la música en los 50,
justo en el momento en que acaba la era del mambo y llegan el rock and roll y
las guitarras eléctricas. ¿Qué música recibe por primera vez, la que le da el
latigazo, la conmoción? ¿Es la de mariachi de su padre?
—No, antes de tocar música de
mariachi mi padre tocaba la música de 'Vereda tropical' [Santana entona quedo y
bonito]. La música de Agustín Lara, Toña La Negra, Pedro Vargas. Música cubana
hecha en México, Pérez Prado... Luego, de aquel mambo surgió el 'Zoot suite',
los 'pachucos' que copiaban a Cab Calloway [que en los años 40 crearon en
California una forma mestiza de vestir y de bailar a medio camino entre el
mambo y el jazz]. En Tijuana empecé a meterme al blues, a la guitarra eléctrica
de Chuck Berry. Para mí era lo mismo, como cuando recibes algo divino y te da
escalofríos o cuando descubres tu primer orgasmo espiritual o físico. Eso es la
música de Pérez Prado o Chuck Berry. Eres chiquito pero ya tienes esa
frecuencia. No sabes ni cómo ni por qué hacerlo, pero, como dice John Lee
Hooker, “lo tienes dentro y tienes que darlo”.
Desde su salida del pueblo en mil
novecientos cincuenta y cinco, Carlos Santana no volvería sino en el año dos
mil uno —cuarenta y seis años después—, cuando lo declararon hijo predilecto
del pueblo.
El
hijo pródigo volvió al pueblo
Sólo una vez he escuchado en vivo a
Carlos Santana.
Campos de agave azul por el camino.
Los miro como ráfagas desde la ventanilla del auto que nos llevará hasta
Autlán, donde Santana será declarado hijo predilecto de su tierra nativa, a la
que nunca había vuelto desde su pronta salida hacia, primero, Tijuana, y luego
a San Francisco, donde creció y se hizo el músico que es. Yo lo había visto y
escuchado si no recuerdo mal en mil novecientos setenta y cuatro, en uno de los
primeros conciertos donde él, en definitiva, era la estrella y me había
fascinado, al igual que a mis primos quienes conformaban hoy un trío romántico
y otros días una banda de rock en Zapotlán.
Viajamos en un auto rentado por un
camino de frecuentes curvas que van, irremediablemente, hacia los desfiladeros.
Somos tres reporteros y el chofer quien, en este instante —y de manera súbita—,
hunde hasta el fondo el freno y tuerce el volante para evitar el golpe contra
un atrabancado que se cruza en nuestro camino. Son las once de la mañana de
¿qué día? ¿De qué año?
Salí entonces levantado en vilo por
tres guardias del palacio municipal del poblado, porque había entrado al
recinto donde, en ese momento, le entregaban las llaves a Carlos Santana; mis
piernas se elevaban y de pronto escuché una voz que reconocí. Ordenaba a los
guardaespaldas que me dejaran, que él era mi amigo y que podía entrar, que yo
era su invitado. Bajé hasta el piso y entré. Me coloqué justo a unos
centímetros de Carlitos y él me sonrío. Me dijo algo que no entendí, pero sí
pude saber que su mirada me tocó. Ofreció unas palabras en un mal español y yo
miré el oro falso de las llaves. En seguida fuimos hacia una calle donde se
levantaba una figura parecida a Santana. Tocaba una guitarra. Luego se hizo de
noche y en un baldío, donde se había dispuesto un escenario, me coloqué justo
en una esquina. Fui allí, al pie del espacio escuché la lira de Santana, quien
de pronto volvió a interpretar “Black Magic Woman”, “Europa” y, finalmente,
“Samba pa ti”. Había esperado yo veinticinco años para que ocurriera, y sin
haberlo imaginado, en una distancia de un metro Santana rasgaba las cuerdas
para lograr que yo volviera a sentir otra vez la misma emoción de la primera
vez. Retornó entonces a mí aquel año de mil novecientos setenta y cuatro y una
especie de sueño se había cumplido… Luego el músico se retiró del escenario y
ya no lo volví a ver.
Son las once de la mañana ¿de qué
día? ¿De qué año? El automóvil se detuvo a unos milímetros del coche que se
cruzó, intempestivo, ante nosotros. Entonces supe: hoy es veinte de julio de dos
mil uno. Ahora escucho a Santana tocar “Black Magic Woman”, “Europa” y,
finalmente, “Samba pa ti”...
Lo tienes dentro y
tienes que darlo
Lo pensé entonces —lo sentí— cuando
escuché tocar a Carlos Santana en aquel improvisado templete de Autlán; lo
pienso y siento ahora: para el guitarrista ese breve concierto fue tan
importante como cuando fue al memorable Woodstock Peace, Love, Music festival y
abrió con “Black Magic Woman” su concierto.
En realidad las líneas musicales de
Carlos Santana son —y serán por siempre— “Black Magic Woman”, “Samba pa ti” y
“Europa”.
La primera tiende sus redes hacia
la música negra (latina y norteamericana), la segunda va hacia sus orígenes
latinos y la tercera abre su universo al orbe.
Tres líneas de la mano de Santana
que son las vías hacia toda su obra que es amplia, esas fuentes que han permitido
al guitarrista mexicano darle sentido a su ser musical y, al mismo tiempo,
rendirle un homenaje a sus orígenes.
Ahora que gira el disco vuelvo a
escucharlo como aquella vez, la única en que lo he escuchado y visto en vivo.
Esa primera vez que lo vi supe que Carlos Santana no necesitaba hacer sino
tocar, no hubo aspavientos, movimientos desequilibrados, carreras por el
escenario de aquí para allá, de allá para acá, solamente se paró en la orillita
del entablado y cerró los ojos: hizo entonces que el universo todo se centrara
en sus manos y logró hacer que todos, absolutamente todos los que allí
estuvimos encontráramos nuestro centro musical. Supimos —quiero imaginar— que
el universo es musical. Y que ese cielo soleado que nos amparó esa tarde, era
éste y todos los cielos del mundo. El aire fue, entonces, música: fuimos con
ella y en mi caso logré sentir lo que había dentro de él, porque lo dejé entrar
en mi ser y su espíritu fue como un rocío de luz: inundó todo, fue el absoluto.
Paró todo su movimiento el universo.
Escuché —como sucede ahora— que en
las tres canciones había una gramática.
En unas más que en las otras, es
posible percibir no solamente la gramática sino también una sintaxis muy clara,
una narrativa y una poética.
Es en la canción “Europa” donde
mejor se siente —y al sentirla se ve, se palpa—, su escritura que es
obviamente, musical. Hay, pues, una historia sin historia: su narrativa de
algún modo invisible. Pero está, como el viento que nos toca el rostro…
Ahora mismo voy hacia ese aire.
Sólo una vez he visto y escuchado
—en vivo— a Carlos Santana.
Pero una vez, en el año de mil
novecientos ochenta y nueve, del radio despertador que me levantaba a las seis
de la mañana, de pronto surgieron las notas de “Europa”: fue entonces que alcancé
a percibir la íntima escritura de la melodía. De entre sus ramificaciones logré
encontrar una veta que es a la vez visible e invisible: la melodía tiene una profunda
raíz erótica que se hace sentir.
Esa mañana, entonces, me desperté
con una erección provocada no por un cuerpo de mujer, sino por el corpus
erótico de una melodía tan cadenciosa que va en crescendo y, luego, parte a
otro lugar, para luego reencontrarse para lograr la concentración necesaria que
debe tener toda obra sensual, sexual y, es claro, erótica.
Nunca antes o después, con una
canción tuvo mi cuerpo tal revelación, pero ocurrió —y seguramente volverá a
suceder con “Europa” —quizás la Europa de Santana tiene la referencia de la
mitología griega, aquella de la que Zeus quedó prendado cuando recogía flores
en el campo y éste, como un dios libidinoso se tornó en hermoso toro que ella
montó para viajar en sus lomos hacia Creta…
Podría ser, pero es una suposición;
lo único cierto fue que “Europa” me erotizó una mañana.
Nosotros agarramos y
lo hacemos universal
El veinte de julio de dos mil uno
vi por primera vez y única —hasta ahora— a Carlos Santana en su pueblo natal.
Ofreció en agradecimiento un breve concierto en un tablado alzado sobre un
pequeño campo. Había vuelto después de cuarenta y seis años y fue como ver a un
dios.
En
El Mundo de Madrid, le preguntó José
Manuel Gómez:
—La música latina de California y
la de Nueva York tienen tradiciones musicales separadas. Cuando hace su versión
del “Oye como va” de Tito Puente consigue unir agua y aceite. No sé hasta qué
punto fueron conscientes en Nueva York.
—Nosotros agarramos y lo hacemos
universal, y en Nueva York tocan música no más que para Cuba o Puerto Rico.
Tienen una devoción increíble a la clave, si no tocas en clave
[clap-clap-clap-pausa- clap clap] no vales nada. Bateristas como Buddy Rich o
Tony Williams no saben nada de clave, pero es imposible pararlos. Y también hay
muchos músicos que vienen de Cuba y no saben tocar James Brown, ni Sly Stone, porque,
si no hay clave, se pierden. El lenguaje de EEUU es multidimensional. Si vienes
y no quieres aprender algo y compartir, mejor ni vengas. Necesitas oír con otro
oído. Ni Billie Holiday, ni Coltrane tenían clave. ¿Cómo vas a medir a la gente
su forma de respirar? Mucha gente viene a EEUU a imponer su cosa y no a
aprender. Yo vine a aprender.
El veinte de julio vi tocar a
Carlos Santana, faltaba un mes y medio para la tragedia del 11 de Septiembre en
Nueva York.
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