A Clara le hubiera gustado ir al
swinger’s-bar de la calle Madero y entrar al cuartito sucio en donde, sus
habitantes —en medio de una oscuridad que daba miedo—, hacían el amor. Uno del
lado de otro, muy juntos, casi oliendo el sexo de quienes empujaban las caderas
para entrar y salir, una y otra vez —casi infinitamente. Pero daba la
casualidad de que, Eduardo, Bruno y yo, planeábamos —en aquel tiempo— la
elaboración de un cortometraje en el cual los protagonistas serían Batman, el
Pingüino y el Guasón.
La idea del corto era presentar una
conversación entre Batman y el Guasón, iniciando con una breve imagen surgida
del fondo de las sombras:
“...la mano del Pingüino se abre y
se miran sus dedos contrahechos sosteniendo una brasa de cigarrillo.
En seguida se escucha —antes de que
aparezcan Batman y el Guasón— una risilla que lastima los oídos. Acto seguido:
de la lucecita amarilla del cigarrillo en una mesa aparecen los protagonistas
de la conversación. Depresivos labios dicen cualquier cosa y una flama de vela
alumbra, por un breve instante, el rostro sonriente del Guasón, para luego
hacer surgir el color azul intenso de la noche que es el capote de Batman.
Todo en blanco y negro, excepto
breves alumbramientos de la máscara y la capa del Hombre Murciélago que habla y
habla de una manera densa y profunda, debido a su depresión.
Al fondo del diálogo se escucha la
música de una canción de Tom Waits, tomada de Mule...”
Luego la conversación de nuevo,
escuchada por el Pingüino, quien reirá entre los intervalos; y después —¿y para
siempre?— la cámara se fijará en las siluetas de los protagonistas, y así hasta
completar el tiempo que exigen las convocatorias a los participantes.
En esas cosas estaba yo y el resto
de la producción; pero en mi mente resonaba la súplica de Clara, pidiendo que
fuéramos al Louvre.
La noche del fin de año Fernando me
había invitado a ir a ese antro, yo me resistí a visitar el lugar hasta que mis
argumentos para negarme se agotaron; entonces caminamos en medio de la noche
hasta alojarnos en la puerta.
Entramos.
Buscamos una mesa lo más cercano al
improvisado foro en donde se deshojaba el oropel y el maderamen se mostraba
visible.
Al Louvre lo habitaban —aquella
vez— sombras: mujeres desprovistas de todo encanto y hombres con trajes
desvaídos, comprados en alguna oferta de Milano. Todo indicaba que venían de
trabajar de las oficinas y tiendas departamentales del centro.
Era tarde ya —quizás la
medianoche—, porque antes de entrar, en ese milagroso fin de año, vimos sólo a
algunos transeúntes caminar por los jardines de la Estación Juárez del
Tren Ligero, donde invariablemente convivían parejas de jóvenes ardientes y
prostitutos de una extraña belleza.
La noche la abrió un travesti de
bellas piernas, metidas en radiantes medias nylon. Su ronca voz —improvisada o
tal vez mal ensayada—, permitía saber que sobre esas piernas hermosas estaba un
hombre, mas la imagen permitía la fantasía total: un símbolo sexual muy
atrevido.
Bromeó esa noche Paulina —delicado
el rostro, la cabellera dorada y los labios inyectados—; abrió las piernas y
caminó por el improvisado escenario y se colocó a cuatro patas para mostrar sus
lindas piernas y sus enormes y femeninas nalgas.
Luego ofreció Paulina —vestida
siempre como la Chica
Dorada — una canción de moda.
Surgido de la penumbra apareció de
pronto el mesero para ofrecernos los servicios del Louvre. Lo que pedimos fue
cerveza. Pero exigimos que se abrieran en nuestra presencia.
—El Louvre es —dijo— el lugar de
los encuentros (...) ...debemos disfrutar esta última noche del año.
Sin que nadie nos esperara en casa
para celebrar, Fernando y yo nos dispusimos a festejar. Soltamos el cuerpo e
intentamos olvidar lo ocurrido durante el año.
Un mal año para todos, no cabía la
duda. Quisimos mi amigo y yo por tal motivo comenzar en el Louvre el Año Nuevo,
pese a mi primera resistencia a entrar a ese swinger’s-bar de la callecita de
Madero, justo al centro de la ciudad.
Durante el primer show de la noche
del Louvre pensé mucho en Clara. A esa hora —me dije mientras miraba sin
escuchar la canción de Paulina— debe estar con sus hijos y su “marido”,
disfrutando tal vez de la cena de fin de año.
Clara era —es— una mujer
delgada y de ojos cafés, de piernas largas y torneadas, muy parecidas a las de
Paulina. Una rara belleza pueblerita la de Clara —recordé—; mujer de tierra y
campo y, lo supe con toda claridad, de un enorme espíritu lleno de bondad.
Un gran corazón el de Clara, que
debe estar latiendo donde quiera que esté.
La había conocido —evoqué la noche
de nuestra despedida— hacía por lo menos cinco años, cuando yo ofrecía un
taller de creación literaria en una casa improvisada como centro cultural, que
tuvo, en aquella ocasión, una asistencia rotunda.
Casi al final de la jornada —la
noche había llegado y una fuerte tormenta bañaba con su brisa el vestíbulo— vi
a Clara por vez primera.
Me interesé en ella porque fue la
única persona que se asomó por el balcón y mojó su cabellera; abrió luego los
brazos y permitió que la lluvia le bañara la piel. Pareció disfrutarlo
enormemente, porque cuando miré su rostro bajaban las gotas por sus labios en
sonrisa; labios delgados, apenas insinuados por el carmín.
Caminó hacia mí, que aún permanecía
en el escritorio, en tanto que el resto de los alumnos —los Contertulios—
partían escaleras abajo, abriendo sus paraguas. Llegó hasta mí y sentí la brisa
de la lluvia venida de su rostro. Comenzó la charla con un halago sobre mi
manera de ofrecer a los Contertulios “la sabiduría literaria sin egoísmos”.
Luego se acercó mucho más, hasta
que se encontró su cuerpo con el mío. Yo sentí desde el comienzo un temor y un
calor que penetró mi carne hasta llegar a los huesos. Disfruté y sufrí su
acercamiento: su piel mojada por la lluvia la hacía verse muy sensual. Tocó mi
mano en forma de agradecimiento y yo no hice sino temblar. Me emocioné esa
noche: la cercanía de Clara —supe entonces su nombre—, hizo crecer la furia de
la tormenta que parecía nunca acabar. Replegaba cada vez más su cuerpo al mío y
logró ponerme nervioso por un largo instante.
Su presencia me recordó mi timidez:
lo que hice fue ponerme de pie y alejarme de ella, pero la pared de una
escalinata —que iba hasta el segundo piso del departamento— me detuvo, y sentí
su aliento: manaba de su boca un delicado aroma a malvas silvestres. Fue
entonces que sentí aparecer en mi cuerpo el deseo por Clara, que no terminaba
de despedirse.
Caminé después hacia la puerta, en
donde me esperaban los Anfitriones del improvisado centro cultural, y le di a
Clara mi mano en señal de encuentro y despedida. Quedamos en vernos la
siguiente semana, en la sesión del curso-taller. Corrí entonces para alcanzar a
los Anfitriones, que se habían ofrecido a llevarme en su auto a casa.
Bajé las escaleras hasta
encontrarme con la lluvia. Cuando me disponía a subir al auto, percibí de nuevo
el perfume de malvas silvestres y torné mi cara hacia atrás: allí estaba Clara,
con su sonrisa llena de lluvia, venía a darme un beso en la mejilla...; de
pronto me miró y me vi en sus ojos —sentí que algo pasaba muy dentro de ella— y
súbitamente arrancó de su cuello un dije: un bello unicornio de plata que dejó
en mi mano: me obligó a cerrarla para que lo guardara muy dentro de mí...
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