viernes, 1 de diciembre de 2017

Estrella solitaria






A Clara le hubiera gustado ir al swinger’s-bar de la calle Madero y entrar al cuartito sucio en donde, sus habitantes —en medio de una oscuridad que daba miedo—, hacían el amor. Uno del lado de otro, muy juntos, casi oliendo el sexo de quienes empujaban las caderas para entrar y salir, una y otra vez —casi infinitamente. Pero daba la casualidad de que, Eduardo, Bruno y yo, planeábamos —en aquel tiempo— la elaboración de un cortometraje en el cual los protagonistas serían Batman, el Pingüino y el Guasón.



La idea del corto era presentar una conversación entre Batman y el Guasón, iniciando con una breve imagen surgida del fondo de las sombras:

“...la mano del Pingüino se abre y se miran sus dedos contrahechos sosteniendo una brasa de cigarrillo.

En seguida se escucha —antes de que aparezcan Batman y el Guasón— una risilla que lastima los oídos. Acto seguido: de la lucecita amarilla del cigarrillo en una mesa aparecen los protagonistas de la conversación. Depresivos labios dicen cualquier cosa y una flama de vela alumbra, por un breve instante, el rostro sonriente del Guasón, para luego hacer surgir el color azul intenso de la noche que es el capote de Batman.

Todo en blanco y negro, excepto breves alumbramientos de la máscara y la capa del Hombre Murciélago que habla y habla de una manera densa y profunda, debido a su depresión.

Al fondo del diálogo se escucha la música de una canción de Tom Waits, tomada de Mule...”

Luego la conversación de nuevo, escuchada por el Pingüino, quien reirá entre los intervalos; y después —¿y para siempre?— la cámara se fijará en las siluetas de los protagonistas, y así hasta completar el tiempo que exigen las convocatorias a los participantes.

En esas cosas estaba yo y el resto de la producción; pero en mi mente resonaba la súplica de Clara, pidiendo que fuéramos al Louvre.

La noche del fin de año Fernando me había invitado a ir a ese antro, yo me resistí a visitar el lugar hasta que mis argumentos para negarme se agotaron; entonces caminamos en medio de la noche hasta alojarnos en la puerta.

Entramos.

Buscamos una mesa lo más cercano al improvisado foro en donde se deshojaba el oropel y el maderamen se mostraba visible.
Al Louvre lo habitaban —aquella vez— sombras: mujeres desprovistas de todo encanto y hombres con trajes desvaídos, comprados en alguna oferta de Milano. Todo indicaba que venían de trabajar de las oficinas y tiendas departamentales del centro.
Era tarde ya —quizás la medianoche—, porque antes de entrar, en ese milagroso fin de año, vimos sólo a algunos transeúntes caminar por los jardines de la Estación Juárez del Tren Ligero, donde invariablemente convivían parejas de jóvenes ardientes y prostitutos de una extraña belleza.

La noche la abrió un travesti de bellas piernas, metidas en radiantes medias nylon. Su ronca voz —improvisada o tal vez mal ensayada—, permitía saber que sobre esas piernas hermosas estaba un hombre, mas la imagen permitía la fantasía total: un símbolo sexual muy atrevido.

Bromeó esa noche Paulina —delicado el rostro, la cabellera dorada y los labios inyectados—; abrió las piernas y caminó por el improvisado escenario y se colocó a cuatro patas para mostrar sus lindas piernas y sus enormes y femeninas nalgas.

Luego ofreció Paulina —vestida siempre como la Chica Dorada— una canción de moda.

Surgido de la penumbra apareció de pronto el mesero para ofrecernos los servicios del Louvre. Lo que pedimos fue cerveza. Pero exigimos que se abrieran en nuestra presencia.

La Chica Dorada cantó por enésima vez; luego pidió a los presentes que se divirtieran.

—El Louvre es —dijo— el lugar de los encuentros (...) ...debemos disfrutar esta última noche del año.
Sin que nadie nos esperara en casa para celebrar, Fernando y yo nos dispusimos a festejar. Soltamos el cuerpo e intentamos olvidar lo ocurrido durante el año.

Un mal año para todos, no cabía la duda. Quisimos mi amigo y yo por tal motivo comenzar en el Louvre el Año Nuevo, pese a mi primera resistencia a entrar a ese swinger’s-bar de la callecita de Madero, justo al centro de la ciudad.
Durante el primer show de la noche del Louvre pensé mucho en Clara. A esa hora —me dije mientras miraba sin escuchar la canción de Paulina— debe estar con sus hijos y su “marido”, disfrutando tal vez de la cena de fin de año.

Clara era —es— una mujer delgada y de ojos cafés, de piernas largas y torneadas, muy parecidas a las de Paulina. Una rara belleza pueblerita la de Clara —recordé—; mujer de tierra y campo y, lo supe con toda claridad, de un enorme espíritu lleno de bondad.
Un gran corazón el de Clara, que debe estar latiendo donde quiera que esté.

La había conocido —evoqué la noche de nuestra despedida— hacía por lo menos cinco años, cuando yo ofrecía un taller de creación literaria en una casa improvisada como centro cultural, que tuvo, en aquella ocasión, una asistencia rotunda.

Casi al final de la jornada —la noche había llegado y una fuerte tormenta bañaba con su brisa el vestíbulo— vi a Clara por vez primera.

Me interesé en ella porque fue la única persona que se asomó por el balcón y mojó su cabellera; abrió luego los brazos y permitió que la lluvia le bañara la piel. Pareció disfrutarlo enormemente, porque cuando miré su rostro bajaban las gotas por sus labios en sonrisa; labios delgados, apenas insinuados por el carmín.

Caminó hacia mí, que aún permanecía en el escritorio, en tanto que el resto de los alumnos —los Contertulios— partían escaleras abajo, abriendo sus paraguas. Llegó hasta mí y sentí la brisa de la lluvia venida de su rostro. Comenzó la charla con un halago sobre mi manera de ofrecer a los Contertulios “la sabiduría literaria sin egoísmos”.

Luego se acercó mucho más, hasta que se encontró su cuerpo con el mío. Yo sentí desde el comienzo un temor y un calor que penetró mi carne hasta llegar a los huesos. Disfruté y sufrí su acercamiento: su piel mojada por la lluvia la hacía verse muy sensual. Tocó mi mano en forma de agradecimiento y yo no hice sino temblar. Me emocioné esa noche: la cercanía de Clara —supe entonces su nombre—, hizo crecer la furia de la tormenta que parecía nunca acabar. Replegaba cada vez más su cuerpo al mío y logró ponerme nervioso por un largo instante.

Su presencia me recordó mi timidez: lo que hice fue ponerme de pie y alejarme de ella, pero la pared de una escalinata —que iba hasta el segundo piso del departamento— me detuvo, y sentí su aliento: manaba de su boca un delicado aroma a malvas silvestres. Fue entonces que sentí aparecer en mi cuerpo el deseo por Clara, que no terminaba de despedirse.

Caminé después hacia la puerta, en donde me esperaban los Anfitriones del improvisado centro cultural, y le di a Clara mi mano en señal de encuentro y despedida. Quedamos en vernos la siguiente semana, en la sesión del curso-taller. Corrí entonces para alcanzar a los Anfitriones, que se habían ofrecido a llevarme en su auto a casa.


Bajé las escaleras hasta encontrarme con la lluvia. Cuando me disponía a subir al auto, percibí de nuevo el perfume de malvas silvestres y torné mi cara hacia atrás: allí estaba Clara, con su sonrisa llena de lluvia, venía a darme un beso en la mejilla...; de pronto me miró y me vi en sus ojos —sentí que algo pasaba muy dentro de ella— y súbitamente arrancó de su cuello un dije: un bello unicornio de plata que dejó en mi mano: me obligó a cerrarla para que lo guardara muy dentro de mí...

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