Fernando G. Castolo
Era la tarde del último
día de actividades de las fiestas en honor a Sr. San José del año de 1955. Las
sagradas imágenes ya se encontraban de regreso en la Parroquia principal de Zapotlán,
después de haber pasado toda la noche en el domicilio particular del Sr. Miguel
Fernández Morales, sobre la calle de Moctezuma. Don Miguel, al igual que todas
las familias que hasta la fecha habían ostentado las mayordomías de las fiestas
josefinas, tenía la peculiaridad de contar con los medios económicos necesarios
para costear todo durante los nueve días de celebraciones. Y ello se
acostumbraba desde que los habitantes del milenario pueblo de Zapotlán tenían
memoria. Era un elemento tradicional y no se podía concebir de otra manera,
sobre todo entre los de la comunidad indígena, quienes no podían ni soñar el
poder accesar algún día a adquirir uno de los costosos números para la rifa. De
antemano se sabía que el número agraciado caería en suerte a alguna de las
poderosas familias de la localidad, que bien podían ser los Ochoa, Mendoza,
Villanueva, Enríquez, Arias o algún otro rico comerciante. Siempre era así.
Sin embargo, el 24 de octubre, día en que se celebraría la rifa para elegir al
nuevo mayordomo para las fiestas de 1956, cambiaría la historia de Zapotlán
para siempre. Para asombro de todos los presentes, más de tres mil almas que se
concentraban en el interior de la parroquia, uno de los miembros de la
comunidad indígena compraba un número, lo que indignaba a los ricos acaudalados
que exigieron al Párroco, D. Adolfo Hernández, que no permitiera tal atrocidad.
El Párroco advirtió sobre el gran compromiso de ingresar a la rifa y salir
electos mayordomos, a lo que el atrevido indígena accedió sin titubear. Viendo
este gesto el Párroco, confiado a que no sería el afortunado, y ante el reclamo
del pueblo en general, quienes exigían se le vendiera un número al indígena, se
dejó que éste tomara uno, cubriendo de antemano la debida cuota.
No habiendo ningún otro interesado en ingresar a la rifa, se llevó a cabo ésta.
Los números salían uno a uno, y poco a poco los ricos acaudalados iban siendo
eliminados, hasta el punto de quedar nada más dos números en la pequeña urna de
cristal, entre ellos el del indígena. "Sr. San José está a punto de
decidir si se va con los ricos o con los pobres", era lo que se escuchaba
decir entre la muchedumbre ahí reunida.
Con un júbilo extenuante,
que hizo estremecer y vibrar de emoción a todo el pueblo en general, las
campanas de la parroquia principal anunciaban que había salido electo el nuevo
mayordomo para las festividades de 1956, nada más y nada menos que don Cirilo
Ambrosio, el primer indígena que se hacía merecedor a tal distinción. Los
representantes de las ricas familias de Zapotlán se retiraron de inmediato,
ante la manifestada humillación que, según ellos, acababan de pasar. No faltó,
sin embargo, quien de ellos se quedara un momento más para persuadir al
indígena que le diera el número afortunado, para que no se mortificara más por
el gran compromiso que, según lo había advertido el Párroco, acaba de adquirir.
Don Cirilo Ambrosio no accedió, y con lágrimas en los ojos daba las gracias al
Santo Patrono por permitirle organizarle su fiesta.
Ahora lo que más preocupaba al Párroco, era si el indígena iba a poder con la
fiesta, ya que en ese tiempo se acostumbraba a que el mayordomo costeaba todo:
empezando por los cartelones que anuncian las festividades, el arreglo del templo,
las flores, las velas, los enrosos, los cohetes, los castillos, las comidas,
las misas, la música, los carros alegóricos, el trono y un sin fin de
necesidades más, de prioridad para el desarrollo y lucimiento de la máxima
fiesta religiosa de la región.
Ya más tranquilos, y encerrados en la sacristía, solos el Párroco y el nuevo
mayordomo platicaban:
—Cirilo, ¿vas a poder con
la fiesta? —decía el Párroco.
Y don Cirilo callado.
—Porque si no es así
—continuaba el Párroco—, bien puedes pasarle el número afortunado a algún otro
vecino principal con la seguridad de que la fiesta, como cada año, será todo un
éxito; de lo contrario no sé cómo le vas a hacer.
Y don Cirilo callado, sin
ni siquiera hacer un gesto en su rostro.
—Pero, hombre de Dios,
dime algo —dijo el Párroco ya un poco molesto—; es angustiante tu postura.
Entonces don Cirilo se
puso de pie y le dice al Párroco que lo siga, que se van a dirigir a su casa en
donde, con orgullo, recibirá a Sr. San José.
Caminando a esas altas
horas de la noche, entre calles empedradas y dirigiéndose a uno de los barrios
más humildes de la ciudad, el Párroco queda atónito al ver la pobre casa en que
Sr. San José pasaría la noche del 23 de octubre, para amanecer el 24, del
próximo año de 1956.
—Pero Cirilo, tú estás
mal. Como piensas que nuestro Santo Patrono pasará aquí la noche —dijo el
Párroco.
Don Cirilo, sin decir
palabra, se introduce en su habitación, invitando a señas al Párroco a que
pasara. Ya adentro, después de saludar a su esposa quien ya sabía la noticia y
lloraba postrada frente a un gran cuadro con la imagen de Sr. San José, se
dirigen a un cuarto y ahí ¡Oh sorpresa...!
—Le ajusta con esto
padrecito, porque si no allá adentro hay más —dijo con firmeza don Cirilo.
El Párroco fue ahora el
que se quedó mudo, y por poco hasta ciego, al ver una montaña de monedas y
alhajas de oro; de puro oro; que don Cirilo guardaba en aquel cuarto de su
humilde morada.
Las festividades en honor
del Sr. San José de 1956, resultaron ser todo un éxito, y tan lucida como las
más, de todas las que se habían realizado en los últimos años en Zapotlán.
Los años siguientes
seguirían ostentado las mayordomías las familias que mantenían el poder
económico local; y no fue sino hasta 1972, año en que nos erigieron Diócesis,
cuando se determina en que no deben de existir diferencias entre todas aquellas
personas que deseen entrar a la rifa; para lo cual se aumenta el número de
boletos y se disminuye el alto precio que se tenía que pagar por uno de ellos.
De igual manera se retoman los orígenes de la festividad, según quedó asentado
en los documentos juramentados, en que la fiesta de Sr. San José se debe de
realizar con la cooperación de todos los vecinos, y el mayordomo precisamente
cumplir su papel, que es el de encabezar la fiesta a nombre del pueblo.
Hoy día nos da mucho
gusto que sea Sr. San José el que decida visitar tal o cual barrio de Zapotlán,
dependiendo donde tenga su morada el mayordomo, y no se condiciona un ostentoso
lugar o el seno de alguna familia adinerada, que aunque así sucediera, ahora ya
no importa.
La gran ventaja que hoy
día tenemos todos, es que podemos aspirar al máximo sueño de los católicos
zapotlenses: que Sr. San José pase la noche en nuestra casa...
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