>Los conjurados
Ricardo Sigala
Somos
catastrofistas. Las tragedias nos desnudan: sacan lo mejor de nosotros, pero
también lo peor. Estos días, tras el sismo del 19 de septiembre lo hemos
constatado una y otra vez. Sin embargo otras catástrofes nos han enseñado que
por una parte somos refractarios a la memoria, y por otra focalizamos los
sucesos como si fueran hechos únicos e irrepetibles, difícilmente asociamos los
males de hoy a los males en potencia.
Una de las cloacas que ha destapado
el reciente sismo en la Ciudad de México tiene que ver con la corrupción en el
ámbito inmobiliario. Como si se tratara de un ejercicio surrealista, los
edificios históricos de la ciudad de México prácticamente no sufrieron daños;
en tanto que aquellos que nuevos, modernos, fueron los que más daños presentaron,
algunos colapsaron inmediatamente, otros se han declarado inhabitables y
deberàn ser demolios, otros deben ser sometidos a importantes reparaciones.
Inmuebles construidos, no digamos bajo una norma antisismos, sino que no
siguieron las más mínimas medidas de seguridad, construcciones con
modificaciones arbitrarias e irreponsables. Y lo peor de todo es que estas
obras se realizaron con el aval de las autoridades gubernamentales, e incluso
por Protección Civil. En México estamos acostumbrados a que la corrucpión es
normal entre los políticos y que no se puede erradicar, como si fuera una
condición connatural a su existencia. Pero cuando la corrupción se traduce en
la pérdida de vidas humanas inocentes este “axioma” debería caer por tierra.
Todos estamos indignados y todos
exigimos justicia. Es lo menos que podemos hacer. Pero esto no debe quedar ahí.
Debemos luchar contra nuestra tendencia a olvidar y a no relacionar los sucesos
de los otros con los nuestros.
En el temblor de 1985 Ciudad Guzmán
fue la segunda urbe más afectada, sólo después de la Ciudad de México. Estamos
en una zona sísmica, tanto que decimos que estamos acostumbrados a vivir con
los temblores. Sin embargo, ¿nos encontramos preparados para enfrentar un sismo
de gran magnitud?, ¿basta con hacer simulacros dos veces al año?, ¿nuestros
edificios públicos, nuestros lugares de trabajo, nuestras escuelas, nuestras
mismas casas han sido construidas con las especificaciones propias que exige
una zona sísmica?, ¿las inmobiliarias y constructoras nos están vendiendo
viviendas seguras?, ¿podemos llevar a nuestros hijos a la escuela, ir a
trabajar con la certeza de que ante un sismo el riesgo será el sismo mismo y no
la negligencia y la falta de resposabilidad de los constructores?, ¿las obras públicas
que realiza el ayuntamiento y las instituciones son obras responsables en caso
de sismo? ¿el gobierno que da los permisos de construcción está supervisando el
cumplimiento de estas medidas, o los permisos sólo son medidas recaudatorias?
Siendo como somos, lo más normal es
que esperemos a que suceda una tragedia para comprobar lo que ya sospechábamos.
Que nos volvamos a indignar hasta que el daño esté hecho. No debemos esperar a
que en Ciudad Guzmán haya un temblor de gran magnitud, que la gente sea
afectada no sólo por el fenómeno natural, sino por la ineptitud y las prácticas
corruptas. Es el momento en que los tres niveles de gobierno, las instituciones
de educación superior, junto con los colegios de ingenieros y de arquitectos
hagan un diagnóstico del estado en que se encuentra nuestra infraestructura,
desde los edificios históricos hasta la más humilde de las habitaciones.
Arreola habló del
volcán como “esta bomba que tenemos bajo la almohada”, lo mismo podemos decir
de los temblores, que si bien pueden suceder “cualquier día en los próximos
diez mil años,” también podría ocurrir uno esta misma noche.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario