Clavellina
y Juan de Amores.
Refrán
popular en Zapotlán
Era época
de Navidad y, como a todos los niños, nos habían “engañado” con la llegada del
Niño Dios y Santa Claus. Pero alguna vez —en mil novecientos sesenta y siete—, algo
nos decía que no, que no más no eran ellos quienes traían los regalos; pero
nuestros padres insistían en que sí, que nos fuéramos a dormir porque esa noche
traerían los obsequios y debíamos irnos a acostar porque ya era tarde.
Entonces, mis hermanas y yo, nos fuimos a la cama a esperar. Y nos dormimos,
claro que sí, pero en nuestras mentes una especie de sueño colectivo nos atrajo
hacia la búsqueda de la “verdad”. Entonces, sin conciliar el sueño, escuchamos sus
cuchicheantes voces. Algo decían y paramos las orejas; pero no alcanzamos a
saber lo que decían. Vimos entonces que salían al corral. Y cerramos
aparentemente los ojos.
De
pronto el calor y la luz del fuego nos levantaron. Dormíamos y escuchamos los
gritos de los vecinos de la Cerrada de Cuauhtémoc, en el Barrio de Cristo Rey
—cerca de los tanques—, que gritaban “¡Auxilio!” y pedían a todos que
saliéramos de nuestras casas porque el expendio de Petróleo se incendiaba. Y
daba el caso que nosotros vivíamos en una casa contigua. Y salimos sólo para
ver que el Infierno estaba allí. El fuego se alzaba hasta las nubes y el humo
sofocaba nuestros pulmones. Vimos, en todo caso, la amenaza. La casa de al lado
ardía y la nuestra estaba a punto de prenderse. Ardía cada vez más. Los “tambos”—que
eran muchos— eran el combustible que lograba que esa noche se iluminara.
Salimos
y la calle estaba llena de gente. Sus gritos eran delirantes. Nosotros,
enmudecidos, no dijimos ni una palabra. Casi en cueros, como la mayoría de los
vecinos, éramos como ánimas del Purgatorio.
Salimos,
ya que no escuchamos nada, al corral. Vimos que en la barda que daba al
cominito que conducía hacia los tanques de agua, estaba una de las escaleras
más altas que tenía mi padre. Roja como era, llegaba hasta lo más alto, casi
alcanzaba las estrellas, porque era una noche estrellada. En el alto cielo
había estrellas, como aquellas que vimos una vez a las tres de la madrugada,
cuando fuimos despertados por nuestros padres para verlas ir de un lado del
cielo hacia otro: fugaces como eran, nos sorprendieron a más no poder. Yo me
recuerdo mirando el cielo sin entender. Aún no llegaba el saber de la ciencia a
mi vida. Entonces miré maravillado. El cielo se movía y las estrellas —que siempre
las creí fijas— cruzaban el firmamento de manera rapidísima.
Las
flores de la solitaria clavellina me recordaron esa noche de estrellas fugaces.
El árbol, que estaba en el interior de los tanques de agua, era como un
surtidor de estrellas, y allí me gustaba ir, porque vivía a un salto de barda. Esa
flor —al igual que las estrellas— me maravillaba: me recordaba a las fugaces
chispas que surgían del fuego la noche que se incendió el depósito.
Porque
luego de que sofocaron las llamas de la casa y el expendio, algunos valientes
hombres se apostaron y, de alguna forma que ya no recuerdo, uno a uno rodaron
los barriles en llamas calle abajo, logrando una imagen siniestra. Los barriles
rodaban y en su trayecto daban saltos en el empedrado, uno tras otro, uno detrás
de otro: lo terrible es era que se dirigían a la bocacalle, donde un mar de
gente allí estaba. Yo, entonces, cerré los ojos, luego los abrí. Mis hermanas y
yo, al escuchar el silencio de la casa, nos levantamos. Fuimos al corral y
vimos la escalera. Sospechamos. Y sin ir a dormir estuvimos hasta que, como en
algunas postales de Navidad, vimos bajar a mi madre y a mi padre cargando un
costal. Supimos que eran los juguetes, nuestros regalos. Lentamente bajaron y,
acto seguido, muertos de risa nos fuimos a la cama. Habíamos descubierto que
no, que no era Santa o el Niño quienes traían los regalos. La infancia había
perdido su inocencia: yo tenía cuatro años y fue cuando vi mi primera lluvia de
estrellas, el primer gran incendio de mi vida y el florecimiento del árbol de
clavellinas…
De
todo aquello solamente —quiero creer— queda la clavellina floreciendo cada
temporada. Quizás esa roja flor es el centro de los recuerdos de esas imágenes
que alguna vez impactaron mi vida, siendo apenas yo un niño, muy niño, cuando
era inocente y el fuego, las estrellas y el descubrimiento de quién traía los
regalos la noche de Navidad a casa eran ellos, nuestros padres.
¿Lo
que se pierde en la infancia; el fuego arde en las calles; las fugaces
estrellas que describe las líneas de nuestro destino, son la flor, es la vida?
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