Víctor
Manuel Pazarín
Solamente
una vez vi, en la ciudad de Nueva York, a un hombre emulando a la estatua de la
Libertad; bajaba directo del Times Square por la Séptima Avenida con el cuerpo
cobrizo simidesnudo, apenas cubierto por un breve calzón de playa y un brasier;
caminaba como un símbolo: en su cabeza estaba una (falsa) corona de siete
puntas y calzaba chancletas; en lugar de las tabletas de declaración de
libertad de los Estados Unidos en su brazo derecho pendían unas bolsas de
plástico y un ejemplar de The New York
Times; en el izquierdo había un reloj de pulso que marcaba las cinco y
media de la tarde.
El
sol iluminaba el delgado y garrudo cuerpo del hombre. Saludaba a la multitud
que ya se acercaba desde el sur a la intersección de ese punto geográfico y
reanimaba otra vez la ciudad, siempre en movimiento. En cierto instante, como
pude, le tomé una foto y vinieron a mí miles de imágenes de la Manhattan que
había visto, leído y escuchado durante más de treinta años. Y es que parece que
adentrarse en las avenidas de Nueva York presupone entrar a una metrópoli
sinuosa, oscura y desconocida, pero no lo es del todo. Al mirar a la estatua
viviente lo supe. Nueva York es una de las ciudades más visibles y recordadas:
la hemos visto en los cómics y los filmes; en los libros de pintura,
arquitectura y fotografía; la hemos sentido en la música; visto en la
televisión, leído en los periódicos, pero sobre todo —al menos yo— la
recordamos por algunas obras literarias. Entre ellas, La trilogía de Nueva York.
Al
ver perderse al hombre-símbolo entre la multitud esa tarde, además de las
imágenes evocadas por la novela de Paul Auster, traje a mi memoria “Cuando Karl
Rosmann —muchacho de diecisiete años de edad a quien sus pobres padres enviaban
a América porque lo había seducido una sirvienta que luego tuvo de él un hijo—
entraba en el puerto de Nueva York, a bordo de ese vapor que ya había aminorado
su marcha, vio de pronto la estatua de la Libertad”, que Franz Kafka dispuso en
el primer capítulo de América; los verso del Poeta en Nueva York de Federico García Lorca; algunos pasajes de Manhattan Transfer de John Dos Passos;
los primeros párrafos de Desayuno en
Tiffany’s de Truman Capote; las descripciones en los diarios de América día a día de Simone de Beauvoir;
la historia entera de la ciudad en Nueva
York de Paul Monrad…
Ese
hombre desnudo en plena Séptima Avenida, al igual que los personajes de La
trilogía de Nueva York de Auster —Peter Stillman, Henry Dark y Daniel Quinn—,
más que seres concretos de carne y hueso son la eterna búsqueda de una
identidad. Y en eso basa sus argumentos el narrador, pero también en la
interrogante “¿Quién es?” Intentar, entonces, responder sobre la identidad
desde el género policiaco hace que la “Ciudad de cristal”, “Fantasmas” y “La
habitación cerrada” se conviertan en una profunda interrogante del detective
Daniel Quinn, que lo lleva y a nosotros con él, a una pregunta metafísica:
¿dónde la locura, el sinsentido, se acercan al delirio?
En
el universo urbano de Nueva York es casi imposible saber quiénes somos.
Interpelarnos en plena Séptima Avenida, rodeados de una multitud, resulta
infructuoso. Hay, pues, miles de identidades de cada uno de nosotros, y como en
la Trilogía se nos ofrecen —seductores—
múltiples espejos: nos reflejan y no nos reflejan. Como los personajes de La
trilogía de Nueva York somos solamente símbolos. Y lo que veremos —como sucede
cuando leemos la novela—, es —y será— un recuerdo de nosotros mismos: nadie
concreto.
Cuando
examinamos las historias de Paul Auster siempre debemos preguntarnos quién
demonios es él, y de cuál Nueva York habla, porque tal vez la suya sea una
creación de su propio delirio. Auster, en todo caso, es un Quijote perdido en
la inmensa Manhattan. Sería una sorpresa encontrarlo en alguna de sus avenidas
como lo fue encontrar al hombre-estatua en Times Square: el único punto claro
de la Gran Manzana.
¿Paul
Auster es, en todo caso, ese joven eternamente de diecisiete años, Karl
Rosmann, que llega en un barco de vapor para crear la ciudad e inventarse?
La
Nueva York de Auster es un símbolo espiritual.
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