Víctor
Manuel Pazarín
Solamente
una vez vi, en la ciudad de Nueva York, a un hombre emulando a la estatua de la
Libertad; bajaba directo del Times Square por la Séptima Avenida con el cuerpo
cobrizo simidesnudo, apenas cubierto por un breve calzón de playa y un brasier;
caminaba como un símbolo: en su cabeza estaba una (falsa) corona de siete
puntas y calzaba chancletas; en lugar de las tabletas de declaración de
libertad de los Estados Unidos en su brazo derecho pendían unas bolsas de
plástico y un ejemplar de The New York
Times; en el izquierdo había un reloj de pulso que marcaba las cinco y
media de la tarde.
El
sol iluminaba el delgado y garrudo cuerpo del hombre. Saludaba a la multitud
que ya se acercaba desde el sur a la intersección de ese punto geográfico y
reanimaba otra vez la ciudad, siempre en movimiento. En cierto instante, como
pude, le tomé una foto y vinieron a mí miles de imágenes de la Manhattan que
había visto, leído y escuchado durante más de treinta años. Y es que parece que
adentrarse en las avenidas de Nueva York presupone entrar a una metrópoli
sinuosa, oscura y desconocida, pero no lo es del todo. Al mirar a la estatua
viviente lo supe. Nueva York es una de las ciudades más visibles y recordadas:
la hemos visto en los cómics y los filmes; en los libros de pintura,
arquitectura y fotografía; la hemos sentido en la música; visto en la
televisión, leído en los periódicos, pero sobre todo —al menos yo— la
recordamos por algunas obras literarias. Entre ellas, La trilogía de Nueva York.

Ese
hombre desnudo en plena Séptima Avenida, al igual que los personajes de La
trilogía de Nueva York de Auster —Peter Stillman, Henry Dark y Daniel Quinn—,
más que seres concretos de carne y hueso son la eterna búsqueda de una
identidad. Y en eso basa sus argumentos el narrador, pero también en la
interrogante “¿Quién es?” Intentar, entonces, responder sobre la identidad
desde el género policiaco hace que la “Ciudad de cristal”, “Fantasmas” y “La
habitación cerrada” se conviertan en una profunda interrogante del detective
Daniel Quinn, que lo lleva y a nosotros con él, a una pregunta metafísica:
¿dónde la locura, el sinsentido, se acercan al delirio?

Cuando
examinamos las historias de Paul Auster siempre debemos preguntarnos quién
demonios es él, y de cuál Nueva York habla, porque tal vez la suya sea una
creación de su propio delirio. Auster, en todo caso, es un Quijote perdido en
la inmensa Manhattan. Sería una sorpresa encontrarlo en alguna de sus avenidas
como lo fue encontrar al hombre-estatua en Times Square: el único punto claro
de la Gran Manzana.
¿Paul
Auster es, en todo caso, ese joven eternamente de diecisiete años, Karl
Rosmann, que llega en un barco de vapor para crear la ciudad e inventarse?
La
Nueva York de Auster es un símbolo espiritual.
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