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viernes, 1 de septiembre de 2017

Gabino Pazarín, mi abuelo





Uno

Una mañana de mil novecientos ochenta y cuatro, casi al final de la calle Quintanar, en Zapotlán, me encontré a una mujer de unos noventa años.


Me había encargado el ayuntamiento, ese año, un censo poblacional y junto a las muchachas que lo realizaban yo mismo tocaba algunas puertas para levantar las encuestas; justo cuando me disponía a tocar con mis nudillos la madera de un viejo portón vi de reojo a una anciana se deslizaba por la banqueta y gritaba.
—¡Muchacho, oye, muchacho!
Como yo no hacía caso, por no saber que era a mí a quien llamaba, la mujer vino con paso firme hasta tocarme el hombro. Entonces me giré y vi de frente su rostro.
La cara de la mujer aún guardaba una particular belleza indígena, a pesar de estar poblada de arrugas; y de lo más profundo de su ser —sus ojillos brillaban en ese instante— escuché salir de sus labios una pregunta:
—Oye —dijo— ¿tú eres nieto de Gabinito?
Clavé mi mirada en la suya y de pronto supe que se refería a mi abuelo paterno.
—¿Gabino Pazarín? —le dije.
—Sí, Gabinito… eres su vivo retrato.
—Era mi abuelo, sí; pero él murió en mil novecientos setenta y tres, cuando yo era un niño —dije.
Su mirada, antes con un brillo fulgurante, se opacó. Su boca pareció decir “¡Ah!”. Y en seguida se dio media vuelta. Yo miré su fuerte espalda pese a la edad. Hice cálculos rápidos. Me imaginé que la mujer tendría al menos noventa años y, supuse de inmediato, que habría sido alguna de las muchas mujeres que había amado mi abuelo en su juventud.
La vi perderse. Ir hacia la profundidad de la calle —que daba hacia los ocotillos si iba más lejos. Luego ya no la vi, y lo que yo hice fue desplomarme bajo el dintel de la puerta y hacer camino hacia mi infancia hasta llegar a la figura de mi abuelo: el padre del mi padre…


Dos

Mi abuelo Gabino Pazarín fue —lo supe por relatos familiares—, el jefe de la sección Sur de Jalisco de lo que fue Luz y Fuerza, antes de que existiera la Comisión Federal de Electricidad. Se encargó de nutrir de energía eléctrica a muchos de los poblados, ciudades y ranchería de toda la zona que comprendía, en ese tiempo, la empresa. Supe que viajaba por todas partes. Me enteré que estuvo aquí y allá. Después de su muerte, me enteré que había tenido veintitrés hijos reconocidos, y padre de muchos más, ya que, enamoradizo como dicen que era, en cada “puerto tenía un amor”, como suele decirse. No conocí a todos sus hijos, solamente a mi padre, Alfonso, a Elpidio, a Angelina a Nicolás, a Vicente, a Apolinar y a un medio hermano de mi padre: el tío José, que había nacido en Chiquilistlán, un pueblo cercano a Mazamitla. De boca de mi padre me vine a enterar que eran esos veintitrés hijos reconocidos con al menos tres mujeres. Pero eran muchos, muchos más, según me contaron. Mi padre fue hijo de Gabino y mi abuela Juana, que fue mi madrina de bautizo. Fue, pues, un donjuán. Un empedernido y eficaz seductor. Cuando en mil novecientos setenta y tres murió, después de una enfermedad que lo mantuvo durante algún tiempo en Guadalajara y luego volvió a Zapotlán para recaer y en seguida morir, corría el rumor de que el abuelo se relacionaba con una nueva mujer de la mitad de la suya; creo entender que mi abuelo murió a los ochenta y tantos años, no lo sé bien. Lo cierto es que aunque quise ir a su funeral, mis padres me lo negaron bajo el argumento de que “eso era solamente para gente grande”. No asistí: no lo vi ya nunca más.


Tres

Fui muchas veces a su casa de la calle Artes (después y ahora se llama José Rolón), estaba en la acera derecha si uno caminaba desde la calle Hidalgo a media cuadra —que era mucho porque esa calle, la de Artes, las cuadras son panteoneras. En esa casa lo recuerdo poco, pese a que asistí infinitas ocasiones. Hay una que recuerdo con fidelidad. Fuimos y yo entré vuelto un disparo y quise saludarlo. Pregunté por él y me dijeron que estaba en su recámara. Corrí hacia el fondo de la casa y sin mediar permiso entré. Mi abuelo estaba con un rosario en las manos frente a una imagen sagrada. Sus labios se movían levemente y murmuraba con los ojos cerrados. Lo vi y lo abracé. Abrió enormes los ojos y como respuesta fue un tremendo sermón de regaño. Mi felicidad desapareció. Salí del cuarto y ya no volví a decir palabra en todo ese domingo. Retiré mi cordialidad de su persona y ya no lo miré nunca más de la misma manera.


Cuatro

 Dos veces me lo encontré en la calle. La primera fue antes del acontecimiento que acabo de contar. Había ido yo a su casa y no lo había encontrado. Salí y, en el camino, me topé con él. Era bajito mi abuelo, fuerte, y esa vez cargaba en su hombro una escalera larga, enorme, la más grande y alta que yo había visto en mi vida. Si exagero podría decir que casi era un cuarto de larga que la calle donde vivía. Justo en medio de esa longitud, como un punto de sostén, estaba mi abuelo. Me alegró verlo y me sorprendió su fuerza. Ya era un anciano en ese tiempo, sin embargo aún trabajaba como si la edad no le pesara. La segunda vez ocurrió a unos meses del desagradable acontecimiento en su recámara. Mi padre me había enviado a comprar unos tornillos a la Ferretería Ríos. Entré y no lo vi. Y como era muy conocido el empleado me dijo, “Oye, allí está tu abuelo, ¿no lo vas a saludar? Lo miré, bajito como era —con su chamarra de mezclilla sobre un chaleco gris y un hermoso sombrero— al comienzo del mostrador. Lo pensé dos veces. Fui. Lo saludé ya sin afecto, pero no sin alegría de ver al padre de mi padre. Fue un saludo cordial sin más. Salió de la ferretería y sería la última vez que lo mirara vivo.


Cinco

Podría decir que conocí poco a mi abuelo. Yo era muy joven y él al parecer muy viejo. No coincidimos mucho y las circunstancias nos alejaron. No obstante digo que es un ser admirado por mí, por asuntos que no viene al caso narrar. Lo cierto es que en una placa de uno de los portones de la Catedral, está grabado su nombre como benefactor. Aportó económicamente para que se construyeran. Está allí, pues, su nombre. Cada vez que voy a Zapotlán hago ese recorrido y leo, otra vez, ese detalle de su vida. Cuando lo descubrí, me sorprendió mucho, no igual saber que fue amigo muy cercano de Juan José Arreola. En mil novecientos ochenta y ocho, cuando la Revista Tierra Adentro me encargó una entrevista para incluirla en la edición especial que se haría, fui a su casa de Guadalajara y hablamos. Esa vez —el 3 de mayo de hace casi treinta años— recordó Arreola: “Siempre me pareció gracioso ver a Gabino Pazarín, tu abuelo, salir de las oficinas de Luz y Fuerza, con sus pinzas y desarmadores colgados de la cintura del pantalón...”. Aparte de la anciana que vino a preguntarme si era yo nieto de “Gabinito”, fue la única vez que escuché una opinión sobre mi abuelo de uno de sus amigos. Es más: Arreola fue el único amigo que conocí de Gabino Pazarín, mi abuelo.



1 comentario:

  1. GRACIAS por esta buena e incocnita información. Datos inéditos para muchos...solo q mañana continuó la lectura me quede en la 3

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