Uno
Una mañana de mil novecientos
ochenta y cuatro, casi al final de la calle Quintanar, en Zapotlán, me encontré
a una mujer de unos noventa años.
Me había encargado el ayuntamiento,
ese año, un censo poblacional y junto a las muchachas que lo realizaban yo
mismo tocaba algunas puertas para levantar las encuestas; justo cuando me
disponía a tocar con mis nudillos la madera de un viejo portón vi de reojo a
una anciana se deslizaba por la banqueta y gritaba.
Como yo no hacía caso, por no saber
que era a mí a quien llamaba, la mujer vino con paso firme hasta tocarme el
hombro. Entonces me giré y vi de frente su rostro.
La cara de
la mujer aún guardaba una particular belleza indígena, a pesar de estar poblada
de arrugas; y de lo más profundo de su ser —sus ojillos brillaban en ese
instante— escuché salir de sus labios una pregunta:
—Oye —dijo—
¿tú eres nieto de Gabinito?
Clavé mi mirada
en la suya y de pronto supe que se refería a mi abuelo paterno.
—¿Gabino
Pazarín? —le dije.
—Sí,
Gabinito… eres su vivo retrato.
—Era mi
abuelo, sí; pero él murió en mil novecientos setenta y tres, cuando yo era un
niño —dije.
Su mirada, antes
con un brillo fulgurante, se opacó. Su boca pareció decir “¡Ah!”. Y en seguida se
dio media vuelta. Yo miré su fuerte espalda pese a la edad. Hice cálculos
rápidos. Me imaginé que la mujer tendría al menos noventa años y, supuse de
inmediato, que habría sido alguna de las muchas mujeres que había amado mi
abuelo en su juventud.
La vi
perderse. Ir hacia la profundidad de la calle —que daba hacia los ocotillos si
iba más lejos. Luego ya no la vi, y lo que yo hice fue desplomarme bajo el
dintel de la puerta y hacer camino hacia mi infancia hasta llegar a la figura
de mi abuelo: el padre del mi padre…
Dos
Mi abuelo Gabino Pazarín fue —lo
supe por relatos familiares—, el jefe de la sección Sur de Jalisco de lo que
fue Luz y Fuerza, antes de que existiera la Comisión Federal de Electricidad.
Se encargó de nutrir de energía eléctrica a muchos de los poblados, ciudades y
ranchería de toda la zona que comprendía, en ese tiempo, la empresa. Supe que
viajaba por todas partes. Me enteré que estuvo aquí y allá. Después de su
muerte, me enteré que había tenido veintitrés hijos reconocidos, y padre de
muchos más, ya que, enamoradizo como dicen que era, en cada “puerto tenía un
amor”, como suele decirse. No conocí a todos sus hijos, solamente a mi padre,
Alfonso, a Elpidio, a Angelina a Nicolás, a Vicente, a Apolinar y a un medio
hermano de mi padre: el tío José, que había nacido en Chiquilistlán, un pueblo
cercano a Mazamitla. De boca de mi padre me vine a enterar que eran esos veintitrés
hijos reconocidos con al menos tres mujeres. Pero eran muchos, muchos más,
según me contaron. Mi padre fue hijo de Gabino y mi abuela Juana, que fue mi
madrina de bautizo. Fue, pues, un donjuán. Un empedernido y eficaz seductor.
Cuando en mil novecientos setenta y tres murió, después de una enfermedad que
lo mantuvo durante algún tiempo en Guadalajara y luego volvió a Zapotlán para
recaer y en seguida morir, corría el rumor de que el abuelo se relacionaba con una
nueva mujer de la mitad de la suya; creo entender que mi abuelo murió a los
ochenta y tantos años, no lo sé bien. Lo cierto es que aunque quise ir a su funeral,
mis padres me lo negaron bajo el argumento de que “eso era solamente para gente
grande”. No asistí: no lo vi ya nunca más.
Tres
Fui muchas veces a su casa de la
calle Artes (después y ahora se llama José Rolón), estaba en la acera derecha
si uno caminaba desde la calle Hidalgo a media cuadra —que era mucho porque esa
calle, la de Artes, las cuadras son panteoneras. En esa casa lo recuerdo poco,
pese a que asistí infinitas ocasiones. Hay una que recuerdo con fidelidad.
Fuimos y yo entré vuelto un disparo y quise saludarlo. Pregunté por él y me
dijeron que estaba en su recámara. Corrí hacia el fondo de la casa y sin mediar
permiso entré. Mi abuelo estaba con un rosario en las manos frente a una imagen
sagrada. Sus labios se movían levemente y murmuraba con los ojos cerrados. Lo
vi y lo abracé. Abrió enormes los ojos y como respuesta fue un tremendo sermón
de regaño. Mi felicidad desapareció. Salí del cuarto y ya no volví a decir palabra
en todo ese domingo. Retiré mi cordialidad de su persona y ya no lo miré nunca
más de la misma manera.
Cuatro
Dos veces me lo encontré en la calle. La
primera fue antes del acontecimiento que acabo de contar. Había ido yo a su
casa y no lo había encontrado. Salí y, en el camino, me topé con él. Era bajito
mi abuelo, fuerte, y esa vez cargaba en su hombro una escalera larga, enorme,
la más grande y alta que yo había visto en mi vida. Si exagero podría decir que
casi era un cuarto de larga que la calle donde vivía. Justo en medio de esa
longitud, como un punto de sostén, estaba mi abuelo. Me alegró verlo y me
sorprendió su fuerza. Ya era un anciano en ese tiempo, sin embargo aún
trabajaba como si la edad no le pesara. La segunda vez ocurrió a unos meses del
desagradable acontecimiento en su recámara. Mi padre me había enviado a comprar
unos tornillos a la Ferretería Ríos. Entré y no lo vi. Y como era muy conocido
el empleado me dijo, “Oye, allí está tu abuelo, ¿no lo vas a saludar? Lo miré,
bajito como era —con su chamarra de mezclilla sobre un chaleco gris y un
hermoso sombrero— al comienzo del mostrador. Lo pensé dos veces. Fui. Lo saludé
ya sin afecto, pero no sin alegría de ver al padre de mi padre. Fue un saludo
cordial sin más. Salió de la ferretería y sería la última vez que lo mirara
vivo.
Cinco
Podría decir que conocí poco a mi
abuelo. Yo era muy joven y él al parecer muy viejo. No coincidimos mucho y las
circunstancias nos alejaron. No obstante digo que es un ser admirado por mí,
por asuntos que no viene al caso narrar. Lo cierto es que en una placa de uno
de los portones de la Catedral, está grabado su nombre como benefactor. Aportó
económicamente para que se construyeran. Está allí, pues, su nombre. Cada vez
que voy a Zapotlán hago ese recorrido y leo, otra vez, ese detalle de su vida.
Cuando lo descubrí, me sorprendió mucho, no igual saber que fue amigo muy
cercano de Juan José Arreola. En mil novecientos ochenta y ocho, cuando la Revista Tierra Adentro me encargó una
entrevista para incluirla en la edición especial que se haría, fui a su casa de
Guadalajara y hablamos. Esa vez —el 3 de mayo de hace casi treinta años—
recordó Arreola: “Siempre me pareció gracioso ver a Gabino Pazarín, tu abuelo,
salir de las oficinas de Luz y Fuerza, con sus pinzas y desarmadores colgados
de la cintura del pantalón...”. Aparte de la anciana que vino a preguntarme si
era yo nieto de “Gabinito”, fue la única vez que escuché una opinión sobre mi
abuelo de uno de sus amigos. Es más: Arreola fue el único amigo que conocí de
Gabino Pazarín, mi abuelo.
GRACIAS por esta buena e incocnita información. Datos inéditos para muchos...solo q mañana continuó la lectura me quede en la 3
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