Bajé,
entonces, a toda prisa por la calle de Quintana Roo, hasta alcanzar la plaza e
ir al puesto de Picheto para comprar Varia
invención, de Arreola, porque estaba leyendo la Historia de la literatura mexicana (1928) de Carlos González Peña,
que había editado Porrúa.
(Picheto
fue, por cierto, un librero increíble: desde mil novecientos setenta y seis yo
había ido a comprar mi primer libro adquirido con mis propios peculios y, como
ofrecía facilidades de pago al apartarlo, fui abonando poco a poco hasta tener
en un pequeño librero improvisado La vida
y la trágica muerte de Bruce Lee, que aún conservo con la nota de pago
definitivo.)
Bajé,
digo, y fui al portal para preguntar por el libro de cuentos, pues González
Peña indicaba que “Hizo el bien mientras vivió” había sido el primero en
publicar en una revista en forma al fabulador de Zapotlán. Había leído en los
años de la escuela primaria, por recomendación de mi amigo y compañero de clase,
Ernesto Domínguez López, La feria,
pero ese libro de narraciones no lo había leído, en cambio ya tenía en mi
pequeña biblioteca Inventario, su
libro de artículos que Juan José Arreola había publicado de manera semanal en El sol de México. Fui y el libro estaba
al fondo del puesto de madera, en un recoveco que hacía de especie de
trastienda; entonces Picheto metió su mano en ese espacio y vi coloradota la
portada de Varia invención. Como no
tenía el suficiente capital, tuve que esperar para poder leer el texto.
Fue
el tiempo en el que el Pedro Páramo
de Juan Rulfo cumplía treinta años de haberse publicado y era lo que yo leía.
Durante mil novecientos ochenta y cinco se realizó una campaña nacional a
través de todos los medios de comunicación. Yo había escuchado en la radio
algunos fragmentos y leído en las páginas de El Informador, el promocional.
Leía,
pues, una tarde tendido en la cama las páginas del Pedro Páramo y, justo a la mitad de la novela, igual que cuando
corrí calle abajo para ir a comprar el libro de Arreola, me levanté como
impulsado por un resorte, muerto de espanto.
Justo
a la mitad del libro, todos los lectores, nos hemos empavorecido porque nos
damos cuenta que, en Comala, todos, todos los personajes están muertos.
Entonces uno no hace sino preguntarse si en realidad uno también lo está, o
bien se asusta de que las voces que uno escucha —no lee, escucha—, son voces de
muertos que desde sus tumbas conversan.
Contrario
a los personajes de La feria de
Arreola, los de Rulfo están muertos. La
feria narra la vida de todos nosotros, los que nacimos en Zapotlán (antes o
después de la publicación de la única novela de nuestro narrador, que fue en
mil novecientos sesenta y tres, justo en el año de mi nacimiento), los vivos.
De
algún modo ambas novelas se complementan en relación a la visión de los
pobladores del Sur de Jalisco. Lo mismo ocurre con los libros de cuentos de Varia Invención y El Llano en llamas, en el primero son historias costumbristas
(donde se describen algunas formas de vida social de los indígenas zapotlenses
y de la clase media), y en el segundo vemos la violencia rural de esta parte
del mundo (la tragedia marca a los relatos rulfianos, que se desarrollan en San
Gabriel, de algún modo a veces en Sayula o Zapotlán o cualquier otro pueblo
sureño). Pese a ser distintos, se complementan, nos complementan a los lectores
y, sobre todo, a nosotros los que nacimos en ese profundo sur.
Arreola
y Rulfo, pues, son los escritores que describen nuestra forma de ser y de
obrar; hacen un recuento de lo que somos; forman una compilación de lo que seremos
y —ahora— somos.
A
Arreola lo leo desde hace al menos cuarenta años; a Rulfo hace más de treinta,
pero tal vez miento: en los libros de la escuela primaria fue donde leí a ambos
por vez primera, en el libro de lectura están impresos fragmentos de sus obras.
Fui ahí, entonces que los leí la primera vez. Entonces, como escritor, me debo
a ellos, sin duda. Ambos son mis padres literarios, pero soy —de eso no tengo
duda— un hijo indigno que busca ser cada vez un mejor heredero de ellos. Mi
sangre zapotlense se funde con la de los sangabrielenses: mi padre fue nativo
de Zapotlán el Grande y mi madre de San Gabriel. A Rulfo no lo conocí en
persona; pero de Arreola fui su vecino y su alumno, fui su entrevistador (dos
entrevistas lo documentan y dos libros lo afirman: Arreola, un taller continuo —1995— y Arreola en voz alta —2002—) y como ferviente lector de Rulfo hay al
menos una veintena de ensayos escritos.
Este
año Rulfo cumple su centenario de nacimiento y Arreola el próximo. Sus mundos
nos construyen, sus visiones nos vuelven muertos y vivos: ¿tenemos otra opción?
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