Jorge Rúa
Han pasado siete años de aquella tarde abrasiva
de agosto; era domingo.
Un gran poeta – Víctor Manuel Pazarín
Palafox – regresaba a la tierra que todo le había negado, y que ahora, en una
tarde, le daba todo. Habían pasado veinticinco años.
El peso del volcán hizo caer la tarde sobre
el momento breve del paisaje; en un instante el valle se teñía por las luces de
su genio y el prodigio de su inteligencia, en silencio, todos escuchábamos
cantar a la musa la cólera del pélida Aquiles; el mismo paisaje de curvas y
volcanes se doblegaba ante la voz del poeta.
El tiempo no ha hecho más que acrecentar
su estatura de gran fabulador en cuanto a su talento, ingenio, capacidad de
percepción y gran generosidad; quizá por eso ve todos los días en la
transparencia de la luz a seres y fuerzas que no todos vemos. Si bien es
espontáneo e impredecible, es así mismo una persona sumamente reservada.
Nos conocimos aquella tarde de agosto.
Siempre han sido –Deana su esposa y él –
anfitriones decorosos y corteses, aquí en su casa de Tonalá, que es además su
refugio y fortaleza, me cuentan ambos de su complicidad con el tiempo;
encontrarse con ellos es todo un ritual, también uno se siente inquieto: pocas
veces se tiene la fortuna de conocer unas personas tan creativas y a la vez tan
modestas. Pronto descubrí que viven enamorados del silencio; quizá por eso no
tienen más remedio que cantarle al amor y expresar con palabras lo que la boca
calla. Comparto con ellos este entusiasmo y, entonces les digo que necesito
tanto el silencio como la poesía y, por supuesto, un buen vino.
Con frecuencia nos vemos los sábados.
Mientras la tarde cae, la música de Roger
Miller nos acompaña siempre; compartimos la mesa entre copas de tinto y una
extraordinaria comida de Deana; todo bajo una luz cálida: las historias
empiezan a subir entre los árboles desde una cañada llena de recuerdos de
infancia. Aquí me confiesan que todos los días al salir el dorado sol
Tonalteca, vuelve uno o varios colibríes a asomarse por la ventana de su
alcoba, a veces – me dicen – es uno albino, todo blanco. La tarde se diluye con
las copas de vino, continúo escuchando pero no puedo dejar de admirar su gran
colección de obra gráfica y cerámica tonalteca; formas con leyendas orgánicas,
vegetales, espirituales…
Me dirijo siempre a él – al poeta – como
Maestro, en muestra de admiración y respeto pero sobretodo de agradecimiento;
admiración por la magia de las cosas sencillas que ocurren en su poesía. Sé que su obra se nutre de amor y
de música; nace de una búsqueda y diálogo intensos con la tradición y la
historia. Una poesía vitalista, optimista; capaz de vivificar y fertilizar el
espíritu donde se establece su obra; una poesía que como él mismo transmite una
gran alegría por vivir.
Nuestro gusto compartido nos llevó a
viajar dentro de la sierra de Mazamitla –al poblado de “El Volantín”– en busca
de la hacienda “Los Corrales”; viajamos a conocer el origen del genio, Luis
Barragán. Aunque la mayor parte de la hacienda serrana ha desaparecido, los
tejados, el paisaje de eucaliptos, los enormes corrales, los espejos de agua y
la forma de construcción artesanal evocan a Barragán. La luz esta llena de
nostalgia blanca. Permanecimos toda la tarde, luego retornamos a Guadalajara.
Deana, Maestro:
pronto nos volveremos a encontrar por las avenidas Nueva York; es otra promesa.
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