I
Para
no ofender a nadie,
nada
más pongo sus nombres,
sus
apellidos los guardo,
pero
su historia la cuento.
Ellos
fueron como el hierro.
Y
por el hierro se fueron.
Hay en Zapotlán una casa precisa en
Aquiles Serdán cuarenta y cuatro, que fue una de las más bonitas y céntricas de
las muchas en las que vivimos. Podría decir, también, que fue una de las más elegantes
y amplias. La recuerdo pintada de amarillo. Aún está en pie. Se halla en la bocacalle
de Pascual Galindo Ceballos, si se viene de la Plaza de Armas hacia la montaña
oriente, es la primera doblando el camino hacia la izquierda. Ese camino lleva,
si se quiere, hasta el barrio de la Cruz Blanca.
Antes de llegar allí, habíamos habitado
en casas distintas de calles diversas. En línea directa fuimos de calle
Humboldt a Juan N. González, de Belisario Domínguez a Degollado, luego a Pedro
Moreno hasta encontrarnos frente a la puerta blanca y entrar.
Mis hermanas y yo crecimos en ella. Descubrimos
una hermosa planta de Corona de Cristo y, en el corral, un grande y bello y
añoso nopal que daba, como es natural, tunas. El nopal era enorme: su altura
alcanzaba los vidrios puestos en el filo de la barda de adobe y sus espinas
eran fuertes y presagiaban un riesgo.
Ellas, mis hermanas, en esa casa se
hicieron muchachas dignas ya de noviar. Y noviaban. Fue justo en ese tiempo en
el que volvimos a saber —de pronto y después de varios años sin verlos— de Nato
y Chabelo.
Si me lo permiten, les cuento.
II
Yo
contaba con diez años,
Ya
corría el setenta y tres,
para
que saquen sus cuentas.
Les
aviso por si acaso.
En esa casa, en ese tiempo, yo tuve mi
primer despertar. Aprendí a andar en bicicleta; escuché el primer concierto de
rock trasmitido por televisión (vi tocar a Santana); asistí a un taller de
dibujo, supe que la economía existía y sus efectos me afectaban; leí mi primer
libro (Viaje a la Luna, de Julio
Verne); observé el primer juego de ajedrez; supe de la existencia del
movimiento Hippie y quise serlo (mi amigo Roberto Chávez me compartió el
descubrimiento), pero no pude: eso tenía un costo que no podía solventar;
aprendí a montar una motocicleta y a amar la música de los tríos (escuché por
vez primera “Página blanca”), pero algo faltaba —y la llegada de Nato y Chabelo
la completaron—: supe que había una música norteña y me encantó. Por ellos me
enteré que existían Los relámpagos del norte, y que en el mundo existían
Cornelio Reyna y Ramón Ayala.
Mi visión, entonces, cambió. Fui uno con
la época y me uní a su vertiginoso movimiento…
III
Eran
dos sujetos raros,
muy
entraditos en años,
rancheros
lo eran ellos,
nacidos
en una aldea.
De
Atequizayán llegaron,
al
barrio de la Cruz Blanca
y
eran lumbres pa’ cantar.
A Nato y Chabelo los habíamos conocido
algunos años atrás, en el Barrio de la Cruz Blanca. Eran hermanos de la comadre
Tere, esposa de don Leno, de oficio sillero. Una tarde llegaron y se quedaron.
Mis hermanas, entonces, eran unas niñas, pero ya desde entonces se veía que les
gustaban, pero para ellas nunca figuraron. Nos fuimos del barrio y de pronto
desaparecieron ellos también; pero una tarde de sábado, ya vivíamos en Aquiles
Serdán, aparecieron cargados de cervezas y mezcal. Cargaba Chabelo un acordeón
y Nato una guitarra. Entonces el apacible sábado se convirtió en un borchinche.
Llegaron, como suele decirse, como la
humedad; seguramente se pararon en lo alto de la Montaña Oriente y olisquearon
el trasero de mis hermanas, que ya tenían más edad: se habían vuelto unas
señoritas.
Los vi entrar por el largo pasillo con
sus cachivaches y los observé sentarse en la sala. Sus miradas buscaban, sus
narices olisqueaban por doquier como perros famélicos, como lobos olfateando a
sus presas; algo tenían de fineza o de respeto, ya que no fueron al grano, si
no que midieron el terreno y, para hacer su lucha se exhibían cada sábado por
la tarde. Su plan, lo sé muy bien, era conquistar el amor de mis hermanas, sin
embargo —ya lo dije— no fueron directos: lo que hicieron es destapar sus
cervezas y, acto seguido, ponerse a cantar. Esa primera vez estuvieron duro y
duro con el acordeón y la guitarra y las voces en lo más alto. Allí escuché por
vez primera “Hay ojitos”, “Mi tesoro”, “¿Qué tal si te compro?”, “Baraja de
oro”, “Caminar, caminar”, “Aunque tenga otros amores”, “Pordiosero de amor”,
“El disgusto” y, claro, “Idos de la mente”.
Después, muchos años después, supe que
cada canción los describía a la perfección. A sus personas y a sus
sentimientos. Pero como mis hermanas ya tenían novios, a Nato y Chabelo no los
pelaban. Pero siguieron insistiendo. Para llamar la atención de mis hermanas,
otro sábado prodigioso, las invitaron a escucharlos porque iban a competir. Esa
tarde llegaron más temprano que de costumbre: se habían puesto sus mejores
galas norteñas y en sus cabezas unas texanas hermosas. Su perfume corriente con
toda seguridad se podía percibir en toda la cuadra. Iban, ese día, lo que se dice
hechos unos catrines. En un extremo de la sala armaron un pequeño escenario y
cantaron. Lumbres como eran, la fogata norteña se avivó. Sus rostros brillaban.
El reto era que mis hermanas dijeran quién de los dos cantaba y se parecía más
a Cornelio Reyna. Se alternaron por tres horas, pero mis hermanas que no
apetecían de la música norteña —ellas escuchaban a Los Babys, Los solitarios,
Los muecas, a Donny Osmond, y a todos los cantantes de la época gringos y
latinoamericanos— y como ya casi era hora de que llegaran sus novios, al final
de la competencia sin más declararon un empate. No les gustó. Y esa tarde y
hasta muy alta la noche, casi no hablaron y bebieron hasta quedar casi tirados.
Los rostros de Neto y Chabelo —que estaban manchados por el paño debido al
sol—, de ser brillantes se volvieron cenizos, opacos y tristes…
Llegado el momento, mis hermanas
salieron a la puerta de la casa para recibir a sus novios. Sus risas yo las
escuchaba desde la sala. Seguramente les platicaban a sus novios la anécdota de
la competencia de Nato y Chabelo. Y tal vez en sus mentes, a la hora de las
risas, recordaban las palabras de doña Tere y don Leno cuando los describieron
como seres violentos, golpeadores, buscabullas y borrachos.
Lo cierto es que después de ese sábado
ya no volvieron, y ya nunca más los volvimos a ver.
IV
Para
cantar eran buenos
y
también para el alcohol
para
pelear —eso dicen—
eran
de sacar cuchillos
pero
los puños también.
¿A
qué los llevó esa vida?
Se fueron, entonces, para ya nunca
volver. El desprecio quizás. El desespero tal vez. La pena por no haber
conquistado el amor de mis hermanas. Mis padres dejaron pasar un tiempo y,
luego, preguntaron por ellos. Doña Tere y don Leno tampoco sabían de ellos. Se
perdieron por los campos, por las calles de Zapotlán, por los cerros y veredas.
Una noche nos llegó un recado: habían
matado a Neto. Después nos dijeron que Neto se había hundido en el vicio y, una
de esas noches interminables, bebiendo con algunos desconocidos muy cerca de
una ladera, “se hicieron de palabras y llegaron a los golpes”, pero “como Nato
era muy bravo hirió” a su adversario “con un puñal que siempre cargaba”. Cuando
ya lo dieron por muerto, los otros —según les contó un testigo— se le echaron
encima y con navajas lo apuñalaron. Ya caído le arrojaron piedras y cuando les
avisaron a doña Tere y a don Leno fueron al lugar. Lo encontraron envuelto en
sangre y con el rostro destruido. El testigo, por temor, nunca reveló los
nombres de sus agresores. Lo que hicieron, entonces, fue dar parte a la policía
y velarlo. Dicen, los que fueron, que casi nadie asistió. Unas velas solamente
y unas sombras en las sillas.
Chabelo —luego dijeron— nunca se
apareció. Algunos dijeron que lo habían mirado en el barrio, oscurecido en la
oscuridad. Nosotros nunca supimos si todo eso fue verdad. Lo cierto es que esas
vidas, hechas para la violencia, alguna vez fueron nobles al perseguir el amor.
Entregados a sus vicios, a su violencia interior, se habían perdido por
siempre.
V
Si
ellos se fueron, me voy,
pero
no yo para siempre.
Me
voy porque ya se acaba
la
historia de estos carnales.
Con
intensidad vivieron.
Ya
no lo podrán saber…
Se quedaron en mi mente sus voces y sus
presencias. Nato y Chabelo fueron —y son todavía— seres imaginarios y vivos,
que provocaron un vuelco, un salto, un paso de equilibrista en mi existencia:
un ejemplo de lo que deseo ser y no ser.
Nunca se me borrarán.
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