lunes, 7 de agosto de 2017

Mi vida y el cine






Vivir consiste en construir futuros recuerdos.
Ernesto Sábato


Bajaba —lo recuerdo bien— de la mano de mi padre por la polvosa calle de Juan N. González, que luego tornó en General Lázaro Cárdenas.

Me evoco feliz. Era una mañana de domingo yo creo del mes de marzo, porque si la memoria no me falla el alto árbol de Primavera estaba repleto de flores y la Clavellina —que crecía en la callecita que justo desembocaba allí— espigaba sus extrañas puntas rosadas y daban una tonalidad inigualable a esa mañanita de claro sol que hacía brillar, seguramente, mi rostro y el de mi padre.

Mi alegría de niño de seis años era única. Caminamos bajando la loma hasta llegar a la calle Caño donde había una fuente pública: la gente del barrio de la Cruz Blanca se surtía de agua. Allí mi alegría creció más: a lo lejos se alcanzaba a ver un fragmento del dibujo del Jardín Principal y era hacia ese punto a donde nos dirigíamos con pasos lentos pero firmes.

Después de la tienda de abarrotes de El Güero (en el cruce de calles) ya estaba empedrado y el agua que se escurría de la fuente pública, donde la gente hacía una fila para llenar sus baldes para, luego, engancharlos a las mancuernas, lograba que fuera todo brillante. Ese fulgor de luz lo sentí en mis ojos y ya me desesperaba por llegar al plan de Belisario Domínguez y seguir y seguir hasta encontrarnos con el jardín que se encontraba frente a la catedral que desde ese punto de visión se distinguía perfectamente por sobre lo alto de los techos de las casas del pueblo.

Yo hubiera deseado en ese momento que el tiempo corriera más aprisa, sin embargo como era domingo todo mantenía una lentitud. Solamente mi corazón era el que mantenía una aceleración particular: botaba en pequeños saltos y hoy casi podría jurar que todos lo notaban, porque —estoy ahora bien seguro— estaba a punto de salirme del pecho y rodar a toda velocidad hasta llegar primero que nosotros a ese destino al que nos dirigíamos.

Haciendo un balance de mi vida, ahora y a mis cincuenta y cuatro años, puedo decir que tuve una infancia feliz y que fui un niño feliz, pero ese domingo fue muy especial en mi existencia, ya que era la primera vez que iría al cine.


UNA PRIMERA VEZ

Tuve en mi infancia tres felices fortunas que fueron “una primera vez en mi vida”. En este orden: ir al cine, asistir a una función de circo y haber leído mi primer libro (previo a esto fue aprender a leer). Y esa mañana de domingo de marzo de la mano de mi padre fui al cine.

Es curiosa la emoción previa a un acontecimiento. El mundo se vuelve otro y uno se convierte en un ser distinto. No sabe lo que podrá ocurrir, pero ya lo imagina y entonces uno vibra y esa sensación pareciera que todo mundo lo notara. Como el niño que fui, esa mañana iba yo de lo más emocionado y quería que toda la gente del barrio lo supiera, sin embargo no podía gritarlo a los cuatro vientos porque entonces —así lo creía yo— ya no sería solamente mía esa alegría que me embargaba. Lo cierto es que caminaba ya por las calles que me acercaban a la plaza. Mi padre me había dicho que allí estaba el Cine Juárez. Yo nunca lo había visto. No tenía idea de su ubicación. Mi única experiencia con una pantalla previa a ir al cine era la de un televisor en la casa de la señora Natalia, vecina del barrio quien era la única que tenía tele y todas las tardes abría su casa, extendía espacio en su sala y justo a las cuatro de la tarde la encendía y un punto en el centro del cuadro se iba abriendo. Primero pequeño en lo negro, luego cada vez más visible, ya que antes —ya pocos lo recuerdan— las televisiones de bulbos tardaban una eternidad en mostrar las imágenes. Entonces ese ritual que costaba un veinte de cobre, lo había tenido ya, no así asistir a una función de cine.

Ese domingo —lo recuerdo bien— asistí a la primera función de matiné en la que proyectaron dos películas de Walt Disney: Pinocho y La noche de las narices frías.

Había en la entrada del cine muchos niños de mi edad y casi la misma cantidad de padres. Yo me sentía dichoso (ahora que lo pienso, no sé si iban mis hermanas Tere y Tita con nosotros, no lo sé). Mi primera visión fueron los muchos niños, luego el olor a palomitas que nunca se borraría de mis sentidos. Después diríamos cada vez que olía a palomitas “Huele a cine”. Hicimos una larga fila. Compramos los boletos. Entramos. Aún iluminado el camino de sillerías, caminamos hasta encontrar asientos. Después se apagaron, poco a poco, las luces. Se abrieron con parsimonia las pesadas cortinas rojas, una a una: era varias. Luego una serie de anuncios para que más tarde diera inicio formalmente la función.

Si me mirara ahora mismo me vería abriendo ampliamente los ojos y con el cuerpo erizado por la enormísima emoción. Quizás tomé la mano de mi padre, no lo sé. Pero en la gran pantalla el mundo que en la tele era en blanco y negro, se hizo de colores.
Ese domingo mi vida cambió para siempre.

PEPE GRILLO

Quizás porque mi padre me despertaba muy de madrugada a escuchar las radionovelas y los programas de Cri-Cri en la XEW, fue que el personaje que más me cautivo fue Pepe Grillo, la conciencia de Pinocho en la película. O tal vez fueron sus frases que abordan temas filosóficos —muchos años más tarde lo supe—, pero de esa experiencia primera con el cine, fue que durante toda mi vida lo he imaginado cerca de mí. Tal vez, también, fue que me abrió a las dudas… Lo cierto que el filme de Pinocho me hizo desear ir a la escuela, a la que alguna vez fui. Y puedo decir con certeza que mi imaginación creció y yo entré a otro mundo esa mañana. Desde entonces fui otro.
            Esa mañana escuché los diálogos que aún recuerdo:

Deja a tu conciencia ser tu guía. El mundo está lleno de tentaciones.
—No olvides de silbar, no basta soplar y al no poder silbar grita.
—¡Pepito Grillo!
—¡Eso! Si te estás portando bien y te está tentando el mal, dame un silbidito, dame un silbidito y siempre tu conciencia triunfará.

—¿Quién es?
—Soy yo.                                                     
— Ah, soy yo.

—Deberás distinguir entre el bien y el mal.
—¿Bien y el mal? ¿Y cómo sabré?
—Tu conciencia te lo dirá.
—¿Qué es conciencia?
—¿Qué es conciencia? Te lo diré. La conciencia es esa débil voz interior que nadie escucha, por eso el mundo anda tan mal.

Después del cine vendrían las historietas, la escuela, los libros. Lo cierto es que supe desde entonces que había un mundo más allá. Un mundo exterior, otro interior y que podía yo moldear mi vida de acuerdo con mis aspiraciones. En ese tiempo no sabía que existía algo llamado imaginación, pero ya estaba en mí y tardé en ejercerla. No sabía que existía la conciencia. Tampoco que en el mundo estaba ya, desde miles de años antes de que yo naciera, el bien y el mal y que tenían un poder en nuestras existencias.
Desde entonces el cine me sedujo y me moldeó. De esa experiencia vengo y a esa voy siempre. Aún en mi existencia hay una fuerte lucha entre el bien y el mal.
¿Hacia qué lado me lleva mi conciencia en este momento que termino de escribir este recuerdo?



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