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domingo, 13 de agosto de 2017

El periodismo como vocación y destino





A la memoria de Rius,
Jaime Avilés
y Víctor Manuel Cárdenas



A principios de los años ochenta entré a trabajar a la radio; allí hice de todo: limpié pisos, cobré facturas, elaboré programaciones diarias de música, hablé ocasionalmente en los micrófonos y operé en turnos de seis horas en casi todas las estaciones que en ese tiempo estaban en Zapotlán. Fue en el turno vespertino de la XEIS, La Rancherita, que conocí al locutor y periodista Juan José Ríos Ríos.

Ríos era un hombre serio y de pocas palabras en persona, pero ante los micrófonos era otra cosa, lo mismo que en el periodismo radiofónico y en el escrito. Durante largos años lo escuché conducir el noticiero “Nuestra Ciudad”, que se trasmitía por la Poderosa XEBC, si mal no recuerdo, por las mañanas.

Cuando lo conocí ya había abandonado su noticiero radiofónico, pero era el comandante de la sección sur de Jalisco del diario Ocho Columnas, que tenía sus oficinas en el segundo piso de un bajo edificio de la calle Federico del Toro, sobre lo que fue el primer supermercado que tenía un nombre curioso: Chedelté (apócope de los apellidos de los dueños, que ya deben adivinar).

En ese tiempo yo estudiaba el tercer año de secundaria en la escuela nocturna Alfredo Velasco Cisneros, que estaba al comienzo de la calle Humboldt, en el corazón del pueblo. Pasaba las tardes, antes de la primera clase leyendo libros de poemas y algunas novelas en el jardín del templo del Sagrado Corazón. Solitario como fui, en mi mente rondaban mil cosas, entre otras escribir en los periódicos y algunas historias que luego se convirtieron en mis primeros cuentos y poemas. Como no tenía mucha gente con quien conversar, lo hacía conmigo mismo. Una de esas tardes leyendo un ensayo, se me ocurrió un tema para un supuesto artículo. Hice garabatos en el aire, en primera instancia, y luego lo pasé en limpio en un cuaderno escolar. Cuando lo creí terminado llegando a casa, pasé casi toda la noche transcribiéndolo en una máquina de escribir Hermes Baby de color naranja que había pertenecido a mi hermana Tita y que me había heredado después de terminar su instrucción secundaria. Luego lo leí mil veces. Fue un tema sobre el buen hablar, de esos que todo novato escribe y supongo que tenía todos los clichés que tienen nuestros primeros escritos. Como suponía yo, mis palabras las cobijé con una cita de autores célebres y reconocidos. Esa vez fue de dos autores, o lo que creí eran dos, pero en realidad era uno. Ya no tengo el texto, pero recuerdo que sustentaba mi argumento diciendo “Como dicen los escritores Ortega y Gasset”, ya que creía yo que eran dos y no uno como lo descubrí con enorme rubor años después cuando leí La rebelión de las masas en la edición de Espasa Calpe.

Leí la cita, recuerdo ahora, y decía José Ortega y Gasset, pero yo omití el nombre en mi lectura y estuve seguro que eran dos y no uno. Cuando según eso había pulido bien el texto pensé en publicarlo en un periódico. Y una tarde subí las escaleras y entré al huevo de oficina que era la redacción del Ocho Columnas en Zapotlán. Entré, digo, y vi a una muchachita delgada y sonriente (que después fue mi compañera en los primeros semestres de preparatoria que cursé en el mismo edificio de la secundaria, pero que se llamaba José María Morelos), Rosario Chávez. Ella se puso de pie, dio un paso y ya estábamos dentro del privado de Juan José. Le mostré el texto, me hizo algunas observaciones, me sacó del error y dijo que sí, que esa misma tarde se iba en el paquete de notas hacia la redacción de Guadalajara. Pero no se publicó de inmediato. El texto iba y regresaba. Iba y regresaba, iba y regresaba hasta que por fin una mañana apareció en las páginas mi texto. Fue algo extraordinario en mi vida. Fue el comienzo de mi vida como reportero y columnista que luego continué (entre muchas otras) en publicaciones como el Diario de Colima, El Occidental, Paréntesis, El Informador, El Financiero (en Guadalajara y la Ciudad de México), La Gaceta de la Universidad, La Estrella (en Dallas, Texas) y, claro, en Ocho Columnas, donde permanecí por toda una década recordando todos los días que la vida da vueltas, y en sus giros nos retorna a los orígenes.

Ahora mismo recuerdo esto mismo porque hace unos días recibí un mensaje en mi página del periodista Juan José Ríos Ríos: “Hola Víctor Manuel, primero recibe un saludo y una felicitación por integrarte, por medio de tus artículos impresos, a tu comunidad de origen. Hace falta en los medios masivos de comunicación, todos, que se aborden temas variados y sobre todo de verdadero interés, que formen opinión e inviten a la participación de los demás, de esta manera hay más de dónde escoger y para formarse una mejor o diferente opinión, el experto en esto eres tú y qué bueno que te tengamos, con tus escritos, más cerca. Un abrazo.”, que me recordó de nuevo que fue él a quien debo el primer empujoncito para dedicarme a este amoroso y ahora complicado oficio del periodismo, que me ha alimentado a veces y siempre dado ánimos para seguir en esta brega de la escritura de cuentos, poemas, ensayos y crónicas…


Ya en otra ocasión escribiré sobre lo que para mí es el periodismo, pero ahora aquí en Diario El Volcán hago ese homenaje necesario a quien me dio ese empujón para caer en las aguas de la alberca que es el diarismo. Creo ahora —y siempre lo he pensado— que a ese aliento de perseguir un sueño le hace falta siempre un cómplice, ese quien debe darte una oportunidad y creer en ti, solamente eso. Pero luego reflexiono que sí, que es fundamental, sin embargo el permanecer en los oficios, como en la vida, tiene mucho de resistencia. Ahora puedo contar ya treinta y cinco años como reportero y me alegra, como me alegró esa primera vez que apareció un texto mío en los años ochenta gracias a Juan José Ríos Ríos. La primera vez en algo, como la resistencia en algo, son parte de la vida. Es más: son la vida misma. Pero siempre falta ese Alguien para que te diga que sí, que adelante, no hay duda en ello…   

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