A la memoria de Rius,
Jaime Avilés
y Víctor Manuel Cárdenas
A principios de los años ochenta entré
a trabajar a la radio; allí hice de todo: limpié pisos, cobré facturas, elaboré
programaciones diarias de música, hablé ocasionalmente en los micrófonos y
operé en turnos de seis horas en casi todas las estaciones que en ese tiempo estaban
en Zapotlán. Fue en el turno vespertino de la XEIS, La Rancherita, que conocí
al locutor y periodista Juan José Ríos Ríos.
Ríos era un hombre serio y de pocas
palabras en persona, pero ante los micrófonos era otra cosa, lo mismo que en el
periodismo radiofónico y en el escrito. Durante largos años lo escuché conducir
el noticiero “Nuestra Ciudad”, que se trasmitía por la Poderosa XEBC, si mal no
recuerdo, por las mañanas.
Cuando lo conocí ya había abandonado su
noticiero radiofónico, pero era el comandante de la sección sur de Jalisco del diario
Ocho Columnas, que tenía sus oficinas
en el segundo piso de un bajo edificio de la calle Federico del Toro, sobre lo
que fue el primer supermercado que tenía un nombre curioso: Chedelté (apócope
de los apellidos de los dueños, que ya deben adivinar).
En ese tiempo yo estudiaba el tercer
año de secundaria en la escuela nocturna Alfredo Velasco Cisneros, que estaba
al comienzo de la calle Humboldt, en el corazón del pueblo. Pasaba las tardes,
antes de la primera clase leyendo libros de poemas y algunas novelas en el
jardín del templo del Sagrado Corazón. Solitario como fui, en mi mente rondaban
mil cosas, entre otras escribir en los periódicos y algunas historias que luego
se convirtieron en mis primeros cuentos y poemas. Como no tenía mucha gente con
quien conversar, lo hacía conmigo mismo. Una de esas tardes leyendo un ensayo,
se me ocurrió un tema para un supuesto artículo. Hice garabatos en el aire, en
primera instancia, y luego lo pasé en limpio en un cuaderno escolar. Cuando lo
creí terminado llegando a casa, pasé casi toda la noche transcribiéndolo en una
máquina de escribir Hermes Baby de color naranja que había pertenecido a mi
hermana Tita y que me había heredado después de terminar su instrucción
secundaria. Luego lo leí mil veces. Fue un tema sobre el buen hablar, de esos
que todo novato escribe y supongo que tenía todos los clichés que tienen
nuestros primeros escritos. Como suponía yo, mis palabras las cobijé con una
cita de autores célebres y reconocidos. Esa vez fue de dos autores, o lo que
creí eran dos, pero en realidad era uno. Ya no tengo el texto, pero recuerdo
que sustentaba mi argumento diciendo “Como dicen los escritores Ortega y
Gasset”, ya que creía yo que eran dos y no uno como lo descubrí con enorme
rubor años después cuando leí La rebelión
de las masas en la edición de Espasa Calpe.
Leí la cita, recuerdo ahora, y decía
José Ortega y Gasset, pero yo omití el nombre en mi lectura y estuve seguro que
eran dos y no uno. Cuando según eso había pulido bien el texto pensé en
publicarlo en un periódico. Y una tarde subí las escaleras y entré al huevo de
oficina que era la redacción del Ocho
Columnas en Zapotlán. Entré, digo, y vi a una muchachita delgada y
sonriente (que después fue mi compañera en los primeros semestres de
preparatoria que cursé en el mismo edificio de la secundaria, pero que se
llamaba José María Morelos), Rosario Chávez. Ella se puso de pie, dio un paso y
ya estábamos dentro del privado de Juan José. Le mostré el texto, me hizo
algunas observaciones, me sacó del error y dijo que sí, que esa misma tarde se
iba en el paquete de notas hacia la redacción de Guadalajara. Pero no se
publicó de inmediato. El texto iba y regresaba. Iba y regresaba, iba y
regresaba hasta que por fin una mañana apareció en las páginas mi texto. Fue
algo extraordinario en mi vida. Fue el comienzo de mi vida como reportero y
columnista que luego continué (entre muchas otras) en publicaciones como el Diario de Colima, El Occidental, Paréntesis,
El Informador, El Financiero (en Guadalajara y la Ciudad de México), La Gaceta de la Universidad, La Estrella (en Dallas, Texas) y, claro,
en Ocho Columnas, donde permanecí por
toda una década recordando todos los días que la vida da vueltas, y en sus
giros nos retorna a los orígenes.
Ahora mismo recuerdo esto mismo porque
hace unos días recibí un mensaje en mi página del periodista Juan José Ríos
Ríos: “Hola Víctor Manuel, primero recibe un saludo y una felicitación por
integrarte, por medio de tus artículos impresos, a tu comunidad de origen. Hace
falta en los medios masivos de comunicación, todos, que se aborden temas
variados y sobre todo de verdadero interés, que formen opinión e inviten a la
participación de los demás, de esta manera hay más de dónde escoger y para
formarse una mejor o diferente opinión, el experto en esto eres tú y qué bueno
que te tengamos, con tus escritos, más cerca. Un abrazo.”, que me recordó de
nuevo que fue él a quien debo el primer empujoncito para dedicarme a este
amoroso y ahora complicado oficio del periodismo, que me ha alimentado a veces
y siempre dado ánimos para seguir en esta brega de la escritura de cuentos,
poemas, ensayos y crónicas…
Ya en otra ocasión escribiré sobre lo
que para mí es el periodismo, pero ahora aquí en Diario El Volcán hago ese homenaje necesario a quien me dio ese
empujón para caer en las aguas de la alberca que es el diarismo. Creo ahora —y
siempre lo he pensado— que a ese aliento de perseguir un sueño le hace falta
siempre un cómplice, ese quien debe darte una oportunidad y creer en ti,
solamente eso. Pero luego reflexiono que sí, que es fundamental, sin embargo el
permanecer en los oficios, como en la vida, tiene mucho de resistencia. Ahora
puedo contar ya treinta y cinco años como reportero y me alegra, como me alegró
esa primera vez que apareció un texto mío en los años ochenta gracias a Juan
José Ríos Ríos. La primera vez en algo, como la resistencia en algo, son parte
de la vida. Es más: son la vida misma. Pero siempre falta ese Alguien para que te diga que sí, que
adelante, no hay duda en ello…
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