Aldea o
ranchería, El Fresnito siempre es —y será— para mí un referente emotivo. Dos
calles extendidas: la primera bajaba de las faldas del nevado y llegaba a la
carretera a Zapotlán; la segunda comenzaba en la carretera y bajaba hacia no sé
bien dónde, pero era —y quizás todavía es— el corazón del poblado.
La
primera vez que fui vi a muchos niños: la escuela estaba a un lado del templo,
a donde había acompañado a mi padre a hacer unos arreglos de electricidad. En
el patio estaban unos bancos de troncos rústicos donde uno podía ir a sentarse.
Y fui. Desde allí contemplé —lo recuerdo como si fuera ahora— a la chiquillería
salir de los salones de clases y correr hacia el polvo que se levantaba. Por un
momento los perdí, luego reaparecieron y ya estaban junto a mí. Mi padre, en
tanto, realizaba su trabajo en la iglesita. Había comenzado el recreo y yo los
envidié porque podían estar en ese espacio del mundo rural al que siempre he
sido afecto —lo mismo me ocurre con las grandes ciudades. Después volvieron a
las aulas y los escuché repetir la lección en voz alta. Poco después, alrededor
de las dos de la tarde, miré salir a los niños —chamagosos y felices— irse
hacia arriba y hacia abajo de la calle.
Salí
para verlos: se perdieron entre el polvo que se levantaba y luego dejaba ver el
empedrado. Mi vista alcanzaba hasta la carretera, pero no a mirar donde
terminaba esa serpenteante calle con casitas de madera y ladrillos. Después pude
ver pasar el ganado y a los rancheros tras de ellas. Al poco rato mi padre
volvía acompañado del sacerdote y la maestra de la escuela. Escuché: le decían
que una vecina había correteado a una gallina por el corral —y matado— para
hacernos un caldito que, lo tengo en la memoria de mi paladar, fue uno de las
mejores que he comido. Nos sentamos en los bancos de madera del patio y
disfrutamos el caldo con tortillas recién hechas.
Terminada
la comida me asomé de nuevo a la calle; fui al templecito; miré calle abajo y
vi cómo en el alto cielo de El Fresnito una manada de nubes caminaban con
lentitud y se acumulaban hasta quedar estáticas: cubrían el sol por algunos
instantes, y luego lo descubrían para que volviera a brillar y caer sobre
nosotros.
Entré
de nuevo a la iglesita y al volver miré calle arriba: recordé que después de la
carretera vivían mi tío Roberto y la tía Meche.
La tía
Mercedes era —o es— una mujer bajita y güera. De piel reseca, marcada por el
sol y el polvo. No tenía cejas y se las pintaba de un negro rotundo. Su rostro
parecía una colorida máscara tribal. Guapa a su manera. Elegante a su forma.
Nunca supe su apellido ni su procedencia, pero el tío Roberto Quintero Solano —primo
hermano de mi madre— alguna vez vino desde Apango y se quedó en El Fresnito.
Eran
tres hermanos (Roberto, Ramón y Elena —quien se casó con El Palomo, un hombre viejo con fama de matón); vivían en la misma
calle, pero nosotros cada verano o primavera llegábamos con el tío Roberto, un hombre
alto y fornido con unas manos enormes. Sembraba a veces maíz, otras calabazas o
sandías, pero sobre todo atrás de su casita mantenía vivo un hermoso huerto de
duraznos.
Hombre
tosco —siempre me recordó al Chelelo—,
pero sensible: alguna vez se enteró que yo escribía y, una noche a la luz de
una lumbrada, me cantó (acompañado de su guitarra) sus corridos. Era, pues,
compositor. Bueno, por cierto. Y mejor cantante. Alguna vez, durante nuestras
visitas —¿o fue esa noche que me mostró sus corridos?— cantaron a dueto mi
madre y él. Yo esa vez me maravillé y ese recuerdo me sigue emocionando.
Lo
cierto es que esa ocasión, calentados por la fogata, el Tío Roberto cantó en
forma de corrido la historia de El Fresnito. La historia y su historia, claro. Si
mal no recuerdo, ese día fue su cumpleaños y por la tarde hubo un fiestón y fue
la única vez que vi bailar a mis padres. Nunca, ni antes o después, volvió a
suceder. Me encantó verlos, sentirlos, saber que podían hacerlo y no sé por qué
no lo hacían ni lo hicieron de nuevo. Una sola vez. Vez única y maravillosa.
Era
verano y nos quedamos hasta tarde. Luego nos fuimos a dormir. Nos acostamos en
petates en el piso. Y en la madrugada cayó un aguacero acompañado de rayos y
relámpagos. Como la calle bajaba de las faldas del nevado escuchamos —y
sentimos— el rumor de una profusa corriente de agua muy cerca de nosotros. No
dormí esa noche y madrugada. El temor me acogió y tuve la sensación de que en
cualquier momento íbamos a salir de la casa, arrastrados —y sobre una tabla—
calle abajo, pero no sucedió. Ni una gota adentro. Nada.
Por la
mañana —cubiertos por gruesas cobijas de lana—, estaban mi madre, mi padre, mis
hermanas y los primos.
La tía
Meche se encontraba ya en la cocina, en el jacal que se hallaba cruzando el
patio: entré y le pregunté por el tío. Me indicó que andaba en el corral
dándole de comer a los animales. Fui. No lo encontré. Todo estaba invadido por
la niebla, y aunque recorrí el camino hasta el arroyo —donde estaban las chivas,
los puercos, las vacas, los caballos y los burros—, no lo pude localizar.
Regresé casi a ciegas, porque El Fresnito estaba cubierto de bruma.
Literalmente había desaparecido o se encontraba volando en las nubes. Miré calle
arriba-abajo y nada. El Fresnito había desaparecido…
Más
tarde el sol y el caserío aparecieron. Era domingo y yo tenía, ya no recuerdo
bien si quince, dieciséis y más años. Lo cierto es que partimos a Zapotlán esa
tarde y yo ya no volví.
Al
tiempo me fui de Zapotlán y tardé en volver. Vi a la tía Meche y al tío Roberto
en mil novecientos noventa y cuatro, año de la muerte de mi padre. En el
instante en el que bajaban el féretro de mi padre, y cuando yo eché un puño de
tierra, los miré a lo lejos. Los saludé y ya no supe más de ellos.
El tío
Roberto —supe— murió. La tía Meche —creo recordar— se fue a los Estados Unidos
con sus hijos. De los campos de El Fresnito partieron hacia los campos de California…
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