viernes, 14 de julio de 2017

La novela negra de Los Ángeles





No es tan sencillo decir la verdad, cuando se ha perdido la costumbre.
Dashiell Hammett


I. El fantasma de Hammett

Las obras del escritor norteamericano Dashiell Hammett, le asaltan a uno en cualquier tiradero de libros. Son un súbito manantial que, en cualquier tiempo, abordan la mirada e impregnan la inquietud, como si se tratara de un fantasma en nuestras vidas que algo olvidó cuando era una persona viva y quisiera en verdad revelarnos alguno de sus secretos.


Por largos años desdeñé comprar sus obras. Las miré siempre de soslayo. Sin embargo, siempre tuve que detener la mano para impedir levantar los empolvados cuadernos de sus historias. Hasta que, sin que me diera cuenta, una tarde coloqué en mis manos uno de esos gastados textos y lo compré. No obstante, tuvo que esperar por años —sí, años—, para que mis ojos se posaran por las líneas impresas de esos relatos. Ahora es un vicio. Y poco a poco he venido trayendo a casa su breve, pero magnífica serie de relatos y novelas para su placentero consumo.
Dashiell Hammett, el muerto —Maryland 1894-Nueva York 1961—, tuvo una intensa vida.

Hammett, quien comenzó su carrera literaria —pertenece a la llamada Generación Perdida— con su Cosecha roja (1929) y La maldición de los Dain (1929), mantuvo una larga y mítica relación sentimental (que duró treinta años) con la dramaturga Lillian Hellmann; él se dio a conocer a escala mundial a partir de 1930, con El halcón maltés, que fue llevada al cine por John Huston, en 1941. De ese tiempo a la fecha los críticos han declarado al narrador norteamericano como el creador de la novela negra y a Huston el primero en llevar a las salas de cine ese género; desde entonces ambos han sido imitados hasta el cansancio. Quienes leímos a Hammett a destiempo (por haber nacido en otra época), pudimos reconocer para siempre el rostro del personaje Sam Spade, en Humphrey Bogart.

Dashiell Hammett, en todo caso, fue quien en sus relatos se propuso llevar la realidad inmediata de Estados Unidos a sus obras. Logró con ello un doble fin: hacer literatura de enorme calidad y, a su vez, una crítica de los convulsos años treinta. Década signada por las consecuencias de la Gran Depresión de 1929, que se extendía hacia Europa, donde ya Hitler se disponía a convertirse en el asesino que fue; se descubrió en el firmamento el (ahora negado) planeta Plutón; Rusia e Italia se convirtieron en Estados totalitarios; y en Uruguay se desarrolló la Primera Copa Mundial de Futbol; Mao encabezó la Gran Marcha; estalla la Guerra Civil española y Picasso pinta su Guernica; Oparin desarrolla su teoría de El origen de la vida; se realizan grandes descubrimientos científicos; en Argentina hubo un golpe de Estado; Aldous Huxley publicó Un mundo feliz; se conformó el Eje Roma-Berlín-Tokio; fue descubierto el nylon y por consecuencia la fabricación de medias; inauguran el Empire State, en Nueva York; comenzó la era del presidente Roosevelt, que deroga la Ley Seca en Estados Unidos…

La prohibición de la venta de alcohol —lo dicen los libros de historia de Estados Unidos—, desató el auge del crimen organizado, donde Al Capone en Chicago, sobre todo, tuvo una participación fundamental y el mundo Hammett se nutrió para convertirlo en un testigo de su tiempo y sus trabajos, en un esencial testimonio de un periodo al parecer no muy lejano ni distinto al nuestro...

Rosario Castellanos —en Mujer que sabe latín— recuerda el rigor aplicado por Hammett en la escritura, al citar una anécdota relacionada con un texto de Lillian Hellmann.

“Yo estaba nerviosa mientras él leía: estaba demasiado cansada como para preocuparme y me dormí en el sofá. Desperté porque Hammett estaba sentado junto a mí, acariciando mi cabello, sonriendo y haciendo gestos de asentimiento… Porque es la mejor obra dramática escrita en mucho tiempo… Yo estaba sorprendida por la alabanza que nunca había escuchado antes que me dirigí a la puerta para dar un paseo. Él dijo: no. Vuelve. Hay un parlamento en el tercer acto que no cuajó. Hazlo de nuevo.”

II. Los Ángeles como drama


Las imponentes figuras de Dashiell Hammett y Raymond Chandler han nublado la presencia de autores como Horace McCoy, quien se ha quedado hasta ahora con pocos lectores. Su obra es igual de relevante que la de Hammett y Chandler y ofrece matices muy claros para entender toda una época, marcada por el tiempo de la Gran Depresión económica de los años treinta en un punto geográfico establecido y obligatorio de Estados Unidos: Los Ángeles, California. Con sus aportaciones, McCoy redondea la aparición de la “Novela Negra” como un subgénero de la literatura y otorga caminos a distintos escritores actualmente mejor reconocidos que éste.

Horace McCoy nació en Pegram, Tennessee, en 1897, y su vida lo llevó, como a la mayoría de los norteamericanos, a establecerse temporalmente en distintos puntos de la Unión Americana, hasta encontrar su eje natural en el condado de Los Ángeles, donde vivió hasta su muerte, acaecida en 1955. Su breve existencia estuvo marcada por la diversidad de oficios desarrollados. Quienes le conocieron recuerdan que lo mismo fue taxista, vendedor ambulante, reportero, guardaespaldas y guionista de cine. Durante la Primera Guerra mundial fue piloto aviador: realizó trabajos en misiones para el ejército norteamericano y lanzó bombas a los enemigos; rastreo con la lente fotográfica los territorios rivales; fue herido y condecorado por su heroísmo con la Croix de Guerre del gobierno de Francia.

Durante once años —en el periodo que va de 1919 a 1930—, fue periodista deportivo en el Dallas Journal en Texas. Sus historias, descritas como pulp, las comenzó a escribir y publicar hacia finales de los veinte. Quiso ser actor y entonces marchó hacia Los Ángeles y su oportunidad lo llevó a las pantallas en un filme: The Hollywood Handicap (1932). Sus biógrafos describen que uno de sus trabajos cinematográficos en Santa Mónica le llevó a escribir su libro más conocido, ¿Acaso no matan a los caballos?, que narra —según afirman quienes han leído la novela— un maratón de baile.
Con menos suerte que muchos de sus lectores de culto, en mi caso sólo he podido leer una de sus (varias) novelas. Luces de Hollywood, publicada en 1938.

Contrario al llamado Cuarteto de Los Ángeles (La Dalhia Negra, The Big Nowhere, L.A. Confidential y Jazz Blanco), de James Ellroy, donde se destaca la violencia directa marcada por asesinatos y sangre, y donde sobre todo en L.A. Confidential se destaca la épica policial, en la obra de MacCoy hay una “suave” violencia que retrata a plenitud el reconcomio de los angelinos durante la Depresión.

Lejana incluso a la novela de Charles Bukowski, cuyo título es parecido a Luces de Hollywood, de Horace McCoy, mantiene una cercanía y una notable influencia —al menos para mí—, pues McCoy siempre derivó de su biografía para ordenar sus historias e incluso fue siempre, según el ensayista Juan Carlos Martini, su álter ego en sus principales personajes; algo que Bukowski utilizó casi siempre en sus libros. Una frase podría acercarnos a la atmósfera de la novela mcconiana: “Toda la tragedia y el dolor de esta maldita ciudad, toda la crueldad y el vicio… Este aspecto de Hollywood no ha sido nunca descrito”.


Martini afirma que Johnny Hill —el personaje central— es “un fracasado”, y todos los personajes “ya se encaminan sin remedio hacia el fracaso”. Esos seres extraídos de la realidad y puestos en una ficción son extras que buscan una oportunidad en Hollywood, pero en su mayoría son ángeles caídos en el sistema embrutecedor estadounidense. No obstante —expresa Martini— hacer largas filas a las puertas de los estudios cinematográficos “es el primer paso, sueñan para alcanzar la fama, el dorado éxito con que el mundo del cine premia a sus hijos predilectos”. ¿Existe una mayor violencia que el abandono de un sistema a sus ciudadanos? ¿Hay una más dolorosa muerte, una violencia más grave que el fracaso de una sociedad, de una comunidad, de una persona?

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