No es tan sencillo
decir la verdad, cuando se ha perdido la costumbre.
Dashiell
Hammett
I. El fantasma de Hammett
Las
obras del escritor norteamericano Dashiell Hammett, le asaltan a uno en
cualquier tiradero de libros. Son un súbito manantial que, en cualquier tiempo,
abordan la mirada e impregnan la inquietud, como si se tratara de un fantasma
en nuestras vidas que algo olvidó cuando era una persona viva y quisiera en
verdad revelarnos alguno de sus secretos.
Por
largos años desdeñé comprar sus obras. Las miré siempre de soslayo. Sin
embargo, siempre tuve que detener la mano para impedir levantar los empolvados
cuadernos de sus historias. Hasta que, sin que me diera cuenta, una tarde
coloqué en mis manos uno de esos gastados textos y lo compré. No obstante, tuvo
que esperar por años —sí, años—, para que mis ojos se posaran por las líneas
impresas de esos relatos. Ahora es un vicio. Y poco a poco he venido trayendo a
casa su breve, pero magnífica serie de relatos y novelas para su placentero
consumo.
Dashiell
Hammett, el muerto —Maryland 1894-Nueva York 1961—, tuvo una intensa vida.
Hammett,
quien comenzó su carrera literaria —pertenece a la llamada Generación Perdida—
con su Cosecha roja (1929) y La maldición de los Dain (1929), mantuvo
una larga y mítica relación sentimental (que duró treinta años) con la
dramaturga Lillian Hellmann; él se dio a conocer a escala mundial a partir de
1930, con El halcón maltés, que fue llevada al cine por John Huston, en 1941.
De ese tiempo a la fecha los críticos han declarado al narrador norteamericano
como el creador de la novela negra y a Huston el primero en llevar a las salas
de cine ese género; desde entonces ambos han sido imitados hasta el cansancio.
Quienes leímos a Hammett a destiempo (por haber nacido en otra época), pudimos
reconocer para siempre el rostro del personaje Sam Spade, en Humphrey Bogart.
Dashiell
Hammett, en todo caso, fue quien en sus relatos se propuso llevar la realidad
inmediata de Estados Unidos a sus obras. Logró con ello un doble fin: hacer
literatura de enorme calidad y, a su vez, una crítica de los convulsos años
treinta. Década signada por las consecuencias de la Gran Depresión de 1929, que
se extendía hacia Europa, donde ya Hitler se disponía a convertirse en el
asesino que fue; se descubrió en el firmamento el (ahora negado) planeta
Plutón; Rusia e Italia se convirtieron en Estados totalitarios; y en Uruguay se
desarrolló la Primera Copa Mundial de Futbol; Mao encabezó la Gran Marcha;
estalla la Guerra Civil española y Picasso pinta su Guernica; Oparin desarrolla su teoría de El origen de la vida; se
realizan grandes descubrimientos científicos; en Argentina hubo un golpe de
Estado; Aldous Huxley publicó Un mundo feliz; se conformó el Eje Roma-Berlín-Tokio;
fue descubierto el nylon y por consecuencia la fabricación de medias; inauguran
el Empire State, en Nueva York; comenzó la era del presidente Roosevelt, que
deroga la Ley Seca en Estados Unidos…
La
prohibición de la venta de alcohol —lo dicen los libros de historia de Estados
Unidos—, desató el auge del crimen organizado, donde Al Capone en Chicago,
sobre todo, tuvo una participación fundamental y el mundo Hammett se nutrió
para convertirlo en un testigo de su tiempo y sus trabajos, en un esencial testimonio
de un periodo al parecer no muy lejano ni distinto al nuestro...
Rosario
Castellanos —en Mujer que sabe latín— recuerda el rigor aplicado por Hammett en
la escritura, al citar una anécdota relacionada con un texto de Lillian
Hellmann.
“Yo
estaba nerviosa mientras él leía: estaba demasiado cansada como para
preocuparme y me dormí en el sofá. Desperté porque Hammett estaba sentado junto
a mí, acariciando mi cabello, sonriendo y haciendo gestos de asentimiento…
Porque es la mejor obra dramática escrita en mucho tiempo… Yo estaba
sorprendida por la alabanza que nunca había escuchado antes que me dirigí a la
puerta para dar un paseo. Él dijo: no. Vuelve. Hay un parlamento en el tercer
acto que no cuajó. Hazlo de nuevo.”
II. Los Ángeles como
drama
Las
imponentes figuras de Dashiell Hammett y Raymond Chandler han nublado la
presencia de autores como Horace McCoy, quien se ha quedado hasta ahora con
pocos lectores. Su obra es igual de relevante que la de Hammett y Chandler y
ofrece matices muy claros para entender toda una época, marcada por el tiempo
de la Gran Depresión económica de los años treinta en un punto geográfico
establecido y obligatorio de Estados Unidos: Los Ángeles, California. Con sus
aportaciones, McCoy redondea la aparición de la “Novela Negra” como un
subgénero de la literatura y otorga caminos a distintos escritores actualmente
mejor reconocidos que éste.
Horace
McCoy nació en Pegram, Tennessee, en 1897, y su vida lo llevó, como a la
mayoría de los norteamericanos, a establecerse temporalmente en distintos
puntos de la Unión Americana, hasta encontrar su eje natural en el condado de
Los Ángeles, donde vivió hasta su muerte, acaecida en 1955. Su breve existencia
estuvo marcada por la diversidad de oficios desarrollados. Quienes le conocieron
recuerdan que lo mismo fue taxista, vendedor ambulante, reportero,
guardaespaldas y guionista de cine. Durante la Primera Guerra mundial fue
piloto aviador: realizó trabajos en misiones para el ejército norteamericano y
lanzó bombas a los enemigos; rastreo con la lente fotográfica los territorios
rivales; fue herido y condecorado por su heroísmo con la Croix de Guerre del
gobierno de Francia.
Durante
once años —en el periodo que va de 1919 a 1930—, fue periodista deportivo en el
Dallas Journal en Texas. Sus
historias, descritas como pulp, las comenzó a escribir y publicar hacia finales
de los veinte. Quiso ser actor y entonces marchó hacia Los Ángeles y su
oportunidad lo llevó a las pantallas en un filme: The Hollywood Handicap (1932). Sus biógrafos describen que uno de
sus trabajos cinematográficos en Santa Mónica le llevó a escribir su libro más
conocido, ¿Acaso no matan a los caballos?, que narra —según afirman quienes han
leído la novela— un maratón de baile.
Con
menos suerte que muchos de sus lectores de culto, en mi caso sólo he podido
leer una de sus (varias) novelas. Luces de Hollywood, publicada en 1938.
Contrario
al llamado Cuarteto de Los Ángeles (La
Dalhia Negra, The Big Nowhere, L.A. Confidential y Jazz Blanco), de James Ellroy, donde se destaca la violencia
directa marcada por asesinatos y sangre, y donde sobre todo en L.A. Confidential se destaca la épica
policial, en la obra de MacCoy hay una “suave” violencia que retrata a plenitud
el reconcomio de los angelinos durante la Depresión.
Lejana
incluso a la novela de Charles Bukowski, cuyo título es parecido a Luces de
Hollywood, de Horace McCoy, mantiene una cercanía y una notable influencia —al
menos para mí—, pues McCoy siempre derivó de su biografía para ordenar sus
historias e incluso fue siempre, según el ensayista Juan Carlos Martini, su
álter ego en sus principales personajes; algo que Bukowski utilizó casi siempre
en sus libros. Una frase podría acercarnos a la atmósfera de la novela
mcconiana: “Toda la tragedia y el dolor de esta maldita ciudad, toda la
crueldad y el vicio… Este aspecto de Hollywood no ha sido nunca descrito”.
Martini
afirma que Johnny Hill —el personaje central— es “un fracasado”, y todos los
personajes “ya se encaminan sin remedio hacia el fracaso”. Esos seres extraídos
de la realidad y puestos en una ficción son extras que buscan una oportunidad
en Hollywood, pero en su mayoría son ángeles caídos en el sistema embrutecedor
estadounidense. No obstante —expresa Martini— hacer largas filas a las puertas
de los estudios cinematográficos “es el primer paso, sueñan para alcanzar la
fama, el dorado éxito con que el mundo del cine premia a sus hijos
predilectos”. ¿Existe una mayor violencia que el abandono de un sistema a sus
ciudadanos? ¿Hay una más dolorosa muerte, una violencia más grave que el
fracaso de una sociedad, de una comunidad, de una persona?
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