Ni los mandamientos religiosos
ni la constitución hablan de obediencia, por el contrario, hablan de respetar,
hacer cumplir, honrar, acatar, pero nunca de obedecer. Esto porque a diferencia
de lo que solemos pensar en nuestro medio, obedecer no es un concepto positivo,
ni un valor. La primera acepción que aparaece en el Diccionario de la Real
Academia de la Lengua dice:
“Cumplir la voluntad de quien manda”, obedecer
nulifica pues la voluntad del individuo que actua, su actuar se difumina en la
voluntad ajena. De hecho, la palabra tiene su origen etimológico en el término adolecere, cuyo significado implica una
carencia: “tener o padecer algún defecto físico, o enfermedad”. Sólo obedece
quien no está en plenitud de sus facultades o bien de sus derechos. Quizás de
ahí nos vienen las expresiones tan carcaterísticas de la identidad lingüística
del mexicano: el “mande” y el “a sus órdenes”, que cargan con atavismos tan
peligrosos.
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