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lunes, 26 de junio de 2017

La obediencia y el callejón sin salida

Los conjurados



Ricardo Sigala

En nuestro país uno de los valores supremos es la obediencia. Nos enseñan que el respeto a los padres, al sacerdote, al gobernante, al patrón, al profesor, no como una asimilición de una relación jerarquica convenida o como una identidad que nos define y al mismo construimos, sino como una subordinación dogmática, como un determinismo y una renuncia a las iniciativas personales. El buen hijo es el que asume que sus padres tienen razón sobre cualquier cosa (y siempre la tendrán aunque las evidencias digan lo contrario), porque es esa una de las supremas formas de manifestar el amor y el respeto, no importa si arrastramos prejuicios y vicios atávicos o ancestrales, los padres nunca se equivocan. Algo similar ocurre con nuestras relaciones con el Estado, con la Iglesia o demás instituciones.
            Ni los mandamientos religiosos ni la constitución hablan de obediencia, por el contrario, hablan de respetar, hacer cumplir, honrar, acatar, pero nunca de obedecer. Esto porque a diferencia de lo que solemos pensar en nuestro medio, obedecer no es un concepto positivo, ni un valor. La primera acepción que aparaece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua dice: “Cumplir la voluntad de quien manda”, obedecer nulifica pues la voluntad del individuo que actua, su actuar se difumina en la voluntad ajena. De hecho, la palabra tiene su origen etimológico en el término adolecere, cuyo significado implica una carencia: “tener o padecer algún defecto físico, o enfermedad”. Sólo obedece quien no está en plenitud de sus facultades o bien de sus derechos. Quizás de ahí nos vienen las expresiones tan carcaterísticas de la identidad lingüística del mexicano: el “mande” y el “a sus órdenes”, que cargan con atavismos tan peligrosos.

            La obediencia no es, pues, una práctica educativa, ni un valor cívico, ni siquiera ético. Pienso en que en nuestro país una de las manifestaciones más claras de la obediencia es la burocaracia, esa serie de prácticas irracionales que obstaculizan la eficiencia, que ofenden a la inteligencia y la dignidad de los usuarios de los servicios del estado. No acatamos, ni honramos la burocracia, no la hacemos cumplir, lo que hacemos es obedecerla, porque un superior lo ha designado, por más ilógica, irracional e inocmpetente que esta sea.

Ante esta lógica de la obediencia, que hemos practicado desde el mundo indígena hasta la dictadura de la clase política que nos hoy nos domina, los mexicanos corremos el riesgo de que la corrupción generalizada, normalizada y casi institucionalizada se convierta en un acto de obediencia, cuántas personas confiezan un acto de corrupción porque no tenían alternativa, porque era la única forma de conseguir el permiso o de aspirar a la “justicia”. Obedecemos tanto a la corrucpión, que vemos de manera natural los asesinatos sistemáticos, los desfalcos, la impunidad, los fraudes electorales, el espionaje y la intimidación a los ciudadanos críticos, su desaparición incluso.

            No es extraño que la etimología de la palabra también remita a la idea de escuchar desde la enferemdad, de la carencia. Nos hemos convertido en una sociedad enferma. Y es aquí cuando la expresión “desobediencia civil” cobra su verdadero significado, pues en esta lógica, desobedecer significa corregir, construir, enmendar, hacer valer la constitución, honrar nuestra historia, dignificar nuestra condicion de seres humanos. Esta desobediencia construtiva, seguro sería una respuesta terapeutica a la enfermedad que nos está llevando a un callejón sin salida.



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