I
Como
a Homero, el de La Ilíada, tres pueblos se disputan la paternidad del
nacimiento de Juan Rulfo. Toda la vida el narrador expresó haber tenido la
hacienda de Apulco como cuna, y a San Gabriel como lugar de su infancia; pero
en Sayula se asientan los “datos oficiales” de su origen. A lo anterior se
podría agregar que Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno de niño pasó una
temporada en Zapotlán (donde afirmaba Juan José Arreola ambos se habían
conocido); luego se vino a vivir a Guadalajara (en el internado Luis Silva
realizó sus estudios iniciales). En la capital jalisciense publicó sus primeros
cuentos en la revista Pan, en los años cuarenta, aquellos que lograron acortar
el extenso nombre y se convirtiera, ya en la Ciudad de México —y en definitiva—
en Juan Rulfo, al publicar El llano en
llamas, en 1953. Dos años más tarde confirmó su nombre de escritor el Pedro Páramo.
Para
celebrar los 80 años del nacimiento de Rulfo, el ayuntamiento de San Gabriel,
en 1997, creó una ruta que llevó su nombre. Me invitaron y fui.
—¿Qué
es lo que cruzó la carretera? —le pregunté en aquel tiempo al anfitrión, quien
se había tomado la molestia de venir hasta Guadalajara por mí (y por un pequeño
grupo de personas que me acompañaban en el viaje). La música del estéreo no le
permitió escuchar mi pregunta: la irritante voz de Andrea Bocelli irrumpía con
estruendo.
—¡¿Qué
fue lo que cruzó la carretera?! —tuve que gritar.
—¡Un
correcaminos —aulló—, hay muchos por aquí, y también venados, pero a esos los
matan los pobladores, aunque está prohibido!...
—¡Ah!
—dije. Y no volví a hablar.
El
anfitrión aceleró la camioneta y dio vuelta en un recodo. Saltó a la vista el
paisaje: un abismo de barrancas azules en la lejanía, anegadas por el
empecinado sol.
Al
encontrar de frente la intensa luz, nos cegó…
II
A
lo largo del tiempo, desde que apareció en mi vida la obra de Juan Rulfo, he
venido escuchando decir que El llano en
llamas y Pedro Páramo, en
realidad los entenderían mejor los habitantes de los pueblos del sur de Jalisco
—en particular— y —en general— los campesinos mexicanos. El argumento principal
de quienes han hecho la afirmación es: “Los aldeanos de esos pueblos hablan
así, son de ese modo y de lenguaje parco; de esa gente Rulfo lo tomó para
llevarlo a sus libros…”. Todo cabe dentro de las posibilidades; sin embargo,
ignoraré por siempre si quienes han llegado a tal conclusión visitaron los
poblados sureños para escuchar las voces de los habitantes de (por ejemplo) San
Gabriel, Sayula o Zapotlán.
Mi madre nació en San Gabriel, mi
padre en Zapotlán y durante mi adolescencia realicé infinitos viajes a Sayula,
donde tomé mis primeras lecciones de baile en el burdel. Atento a la conversación
de la gente, conviví con los pobladores de esos tres espacios del sur; nunca
los escuché hablar a la manera de los personajes de Rulfo.
Probablemente quienes hablaban como
los personajes rulfianos hayan sido aquellos que Juan Rulfo conoció en su
infancia, pero es dudoso, pues está Arreola para desmentir la afirmación (La feria, 1963) y también José Lepe
Preciado (Del color del agua, 1964),
narradores que han retratado el habla popular de sus pueblos y pertenecen a una
misma generación de escritores del sur de Jalisco.
Es
verdad que los narradores Rulfo, Arreola y Lepe Preciado tuvieron la
preocupación de filtrar en sus historias mucho del habla popular de sus
poblaciones. Es cierto también —y comprobable—, que la franja del sur de
Jalisco mantiene una entidad lingüística particular y semejante. Es una
realidad, si se va a Zapotlán, San Gabriel, Sayula y Tonaya, que mantienen una
(casi) igualdad en su historia pasada y presente, pero es también cierto que en
cada uno de los escritores es de una diferencia sustancial y, al menos en el
caso de Arreola y Rulfo, un mundo muy particular desde muchos aspectos.
III
Cruzó,
entonces, un guajolote volando —de extremo a extremo— el atrio de la capilla
donde, de acuerdo a la novela Pedro
Páramo, se veló a Susana San Juan. Cerca, muy cerca —en San Gabriel, o
Comala—, de donde el cacique y Susana habían volado papalotes de niños. Allí,
donde aún se logra escuchar el murmullo de Pedro susurrando las más poéticas palabras
dedicadas a la mujer que más amó: “Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes.
Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor
viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba, en la loma, en
tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento…”.
Fue
hace un poco más de sesenta años que fueron escritas estas palabras, pero fue
hace exactamente seis décadas, en 1955, que algunos pocos lectores leyeron por
vez primera este hermoso poema de amor, que —contrario a lo que se podría
pensar— está inserto en una de las más violentas, extrañas y bellas novelas
escritas en castellano.
Juan
Rulfo había crecido allí, en San Gabriel, donde ocurre la historia, pero
trasmutado su nombre al ahora mítico nombre de Comala; el San Gabriel real aún
mantiene ese aroma que se percibe en la novela. Están los puntos exactos
—localizables aun sin un mapa—, y están en la imaginación también. Están en los
ecos que corren con el viento de las montañas —fui a conocer este pueblo, donde
nació mi madre, durante la primera Ruta Rulfiana, en la que tuve la fortuna de
estar junto a los escritores Federico Campbell y José Luis Martínez; ya no
recuerdo si fue en 1998— e hice el recorrido por casi todo los sitios donde
ocurren las más importantes escenas.
IV
Sus
breves libros son esenciales y se diría que prácticamente perfectos. El llano en llamas (1953, cuentos) y Pedro Páramo (1955, novela) son de la
mejor factura. Son un lujo exquisito que tan sólo al abrirse el lector se
encuentra en un firmamento esencial y particular. Rulfo es de esos pocos
escritores a los que, pese al posible sufrimiento de la “restricción”, le bastó
una breve obra maestra y una serie de historias que nos narran la vida de los
pobladores del Sur de Jalisco para convertirse en un autor enorme, fuerte y
nada convencional.
El llano en llamas se entrelaza entre la literatura
latinoamericana por mérito propio y, también, porque retoma las problemáticas
humanas y sociales que por siglos han padecido los de abajo, la gente del
pueblo. De una aparente sencillez, cada una de las dieciocho historias que
componen El llano en llamas ofrece la
oportunidad de descubrir la idiosincrasia del mexicano y se adentra en las
problemáticas fundamentales de una gran mayoría de los mexicanos. Es este libro
parte complementaria de los cuadernos de la historia nacional y sin su lectura
no se comprendería completamente la vida social y política de nuestro país y,
es claro, de Latinoamérica. De la aparente sencillez, digo, se va a lo complejo
y en esas narraciones descubrimos todos los recursos narrativos de Rulfo, que
no son pocos, sino, al contrario: es un compendio de formas y fondos que son de
mucho provecho si se estudian de manera atenta. Sus recursos son amplios y se
descubre que Juan Rulfo fue uno de los más grandes lectores de la literatura
universal.
Bien
estudiado, El llano en llamas es un
abanico de formas narrativas que fueron su manera de acercarse a la maestría.
Esa variedad de diecisiete narraciones, de enorme rigor formal y lingüístico,
de factura compleja pero con una aparente sencillez, es la que le permitió
—casi todos lo saben— la atmósfera, el tono, la coloratura para después
escribir su novela Pedro Páramo.
En
el cuento “Luvina” se halla la simiente de una de las más grandes y a la vez
breves novelas de la lengua castellana. Ese cuento fue su ejercicio de viaje
hacia el Infierno que es el pueblo de Comala. Podemos decir que “Luvina” es el
antecedente de Comala, que Luvina es el pre-infierno, que lo que escuchó allí
le dictó a Rulfo su novela.
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