ENHART
José Luis Vivar
Existen
ídolos prefabricados, armados como conceptos en un escritorio; figuras que se
inventan en las disqueras y televisoras. Abundan. Sin embargo, los verdaderos
ídolos populares –término que no debe confundirse con el de populachero, por
ser peyorativo-, permanecen en el gusto de la gente, así pasen diez, veinte o
más años de fallecidos, como es el caso de algunos famosos, entre quienes se
encuentran Enrico Caruso, Marlene Dietrich, Elvis Presley o John Lennon. Y en
Latinoamérica, Carlos Gardel, Julio Jaramillo, y desde luego, Pedro Infante.
Artistas que surgen de bares, salones, fiestas particulares, o incluso de las mismas calles, como sucedió con la Dietrich. Sus voces, su estilo, pero sobre todo su carisma es algo que trasciende fronteras, y por eso se vuelven universales. Quizás en estos tiempos del Streaming y de todo lo que deriva en redes sociales sea una magnífica oportunidad para que el adolescente que canta se grabe con una cámara semi profesional y suba sus videos, y se vuelva una estrella juvenil como le ocurrió a Justin Bieber, y a otra legión que invade las pantallas de los dispositivos.
Así es ahora y quién sabe cuántos de ellos trascenderán a la muerte. Cuántos de sus fieles seguidores revivirán sus éxitos, o cuántos más cantarán en la intimidad de sus habitaciones, alguno de sus temas. Tal vez pocos o quizás más de lo que nos imaginamos. Pero en 1939 nada de esto sucedía, pero de pronto que la Diosa de la Suerte tocó a un joven de escasos 22 años y lo condujo por el camino del éxito y la fortuna.
Pedro Infante Cruz, tercero de quince hermanos, nació en Mazatlán, Sinaloa, el 18 de noviembre de 1917. De orígenes muy humildes, casi no pasó mucho tiempo en la escuela –estudió hasta 4to de primaria-, trabajó en diferentes oficios, siendo el de carpintero, músico y cantante, los que más desempeñó. Este último fue su principal virtud, misma que supo aprovechar. Una voz pequeña pero bien modulada, de buen timbre, e incluso con algunos registros finos que le hicieron inconfundible.
Mujeriego desde antes de ser el ídolo de las multitudes –fue padre a los 17 años-, encontró a una mujer –María Luis León Rosas- quien le llevaba diez años y que además de convertirse en su esposa fue su ángel guardián, su manager, su protectora. Ella fue la primera en darse cuenta que el humilde músico y cantante podría triunfar, por eso lo convenció de irse a la ciudad de México; el año 1939.
Aunque los inicios de Pedro Infante no fueron nada fáciles, su testarudez y más que nada el apoyo de su esposa hicieron que tras mucho insistir lograra debutar en la radio, y que por el genial compositor Manuel Esperón apareciera en el cine como extra: En un burro tres baturros (Dir. José Benavides, 1939); y que por su constancia –de nuevo-, tras dos olvidados cortometrajes del mismo director, debutara formalmente en La feria de las Flores (Dir. José Benavides, 1942) Una actuación para olvidar, pero que a raíz de su ascenso como cantante, sirvió para ser tomado en consideración en otra cinta: Jesusita en Chihuahua (Dir. René Cardona, 1942), donde desquició al director porque no sabía desempeñarse en escena. De hecho, hay una anécdota referida por el mismo Cardona quien aseguraba que él mismo tuvo que marcarle sus movimientos en el set de filmación, y pedirle a Pedro que los imitara. Verdad o leyenda, el actor/cantante nunca desmintió sus palabras, aunque tampoco las consideró verdaderas.
Pero no está lejos de la realidad, porque en La razón de la culpa (Dir. Juan José Ortega, 1942), le fue doblada su voz, debido a su marcadísimo acento sinaloense, cuando debía interpretar a un joven de nacionalidad española. En el futuro ese mismo acento, tirando a norteño sería su sello distintivo en otras películas, pero en aquel momento a nadie le gustaba.
Hablar de su filmografía completa, llevaría mucho espacio. De un total de 61 cintas en las cuales participó hay varias que destaca por su actuación natural, algo que sin duda se le debe a su director de cabecera: Ismael Rodríguez, quien lo rescató delas comedias rancheras insulsas para hacer de él un verdadero Actor. Esto significa que su formación artística en la pantalla se dio a manera de ensayo/error. Porque cada película significaba un reto por superar. Y si bien en sus inicios emitía balbuceos y no sabía cómo mover su cuerpo, con los años fue demostrando que no solo era buen alumno sino que podía estar a la altura de los mejores actores de aquella época, llamada de Oro, por el conflicto de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y que representó un potencial económico para la industria cinematográfica mexicana.
Pedro Infante el actor era camaleónico. Lo mismo podía ser un ranchero bruto como el de Los Tres García (1946), y Vuelven los García (1947), ambas de Ismael Rodríguez; pero también un carpintero y boxeador con acento chilango en la trilogía de Nosotros los Pobres (1947); Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1952), también de Rodríguez. Sacerdote en El Seminarista (Dir. Miguel Morales, 1949) O un citadino mediocre en Un rincón cerca del cielo (Dir. Rogelio A. González, 1952)
Aunque sin duda sus mejores éxitos internacionales los lograría con La vida no vale nada (Dir. Rogelio A. González, 1952), cinta basada en algunos cuentos de Máximo Gorki, que debe verse con atención porque es una de sus mejores interpretaciones: un alcohólico. Aquí no es el borrachín divertido o exagerado, sino un hombre que sufre por su adicción y falta de voluntad para dejar de beber. No es fortuito pero por esta película obtuvo un Ariel.
La otra es Tizoc (Dir. Ismael Rodríguez, 1956), miles de veces trasmitida por la televisión donde interpreta a un indígena y que le valió obtener el Oso de Berlín como mejor Actor 1957, premio que no pudo recoger porque meses antes había fallecido en un accidente aéreo. Sí, en un avión, otra de sus más grandes pasiones. Fue un tercer accidente del cual no vivió para contarlo.
Pedro Infante continúa vigente en la pantalla, donde podemos apreciar su vis cómica, sus ocurrencias, y su voz. Quizás no cante como Gardel, pero sí podemos decir que cada año que pasa actúa mejor en cada una de sus películas. 60 años de su desaparición física sigue siendo un ídolo popular.
Artistas que surgen de bares, salones, fiestas particulares, o incluso de las mismas calles, como sucedió con la Dietrich. Sus voces, su estilo, pero sobre todo su carisma es algo que trasciende fronteras, y por eso se vuelven universales. Quizás en estos tiempos del Streaming y de todo lo que deriva en redes sociales sea una magnífica oportunidad para que el adolescente que canta se grabe con una cámara semi profesional y suba sus videos, y se vuelva una estrella juvenil como le ocurrió a Justin Bieber, y a otra legión que invade las pantallas de los dispositivos.
Así es ahora y quién sabe cuántos de ellos trascenderán a la muerte. Cuántos de sus fieles seguidores revivirán sus éxitos, o cuántos más cantarán en la intimidad de sus habitaciones, alguno de sus temas. Tal vez pocos o quizás más de lo que nos imaginamos. Pero en 1939 nada de esto sucedía, pero de pronto que la Diosa de la Suerte tocó a un joven de escasos 22 años y lo condujo por el camino del éxito y la fortuna.
Pedro Infante Cruz, tercero de quince hermanos, nació en Mazatlán, Sinaloa, el 18 de noviembre de 1917. De orígenes muy humildes, casi no pasó mucho tiempo en la escuela –estudió hasta 4to de primaria-, trabajó en diferentes oficios, siendo el de carpintero, músico y cantante, los que más desempeñó. Este último fue su principal virtud, misma que supo aprovechar. Una voz pequeña pero bien modulada, de buen timbre, e incluso con algunos registros finos que le hicieron inconfundible.
Mujeriego desde antes de ser el ídolo de las multitudes –fue padre a los 17 años-, encontró a una mujer –María Luis León Rosas- quien le llevaba diez años y que además de convertirse en su esposa fue su ángel guardián, su manager, su protectora. Ella fue la primera en darse cuenta que el humilde músico y cantante podría triunfar, por eso lo convenció de irse a la ciudad de México; el año 1939.
Aunque los inicios de Pedro Infante no fueron nada fáciles, su testarudez y más que nada el apoyo de su esposa hicieron que tras mucho insistir lograra debutar en la radio, y que por el genial compositor Manuel Esperón apareciera en el cine como extra: En un burro tres baturros (Dir. José Benavides, 1939); y que por su constancia –de nuevo-, tras dos olvidados cortometrajes del mismo director, debutara formalmente en La feria de las Flores (Dir. José Benavides, 1942) Una actuación para olvidar, pero que a raíz de su ascenso como cantante, sirvió para ser tomado en consideración en otra cinta: Jesusita en Chihuahua (Dir. René Cardona, 1942), donde desquició al director porque no sabía desempeñarse en escena. De hecho, hay una anécdota referida por el mismo Cardona quien aseguraba que él mismo tuvo que marcarle sus movimientos en el set de filmación, y pedirle a Pedro que los imitara. Verdad o leyenda, el actor/cantante nunca desmintió sus palabras, aunque tampoco las consideró verdaderas.
Pero no está lejos de la realidad, porque en La razón de la culpa (Dir. Juan José Ortega, 1942), le fue doblada su voz, debido a su marcadísimo acento sinaloense, cuando debía interpretar a un joven de nacionalidad española. En el futuro ese mismo acento, tirando a norteño sería su sello distintivo en otras películas, pero en aquel momento a nadie le gustaba.
Hablar de su filmografía completa, llevaría mucho espacio. De un total de 61 cintas en las cuales participó hay varias que destaca por su actuación natural, algo que sin duda se le debe a su director de cabecera: Ismael Rodríguez, quien lo rescató delas comedias rancheras insulsas para hacer de él un verdadero Actor. Esto significa que su formación artística en la pantalla se dio a manera de ensayo/error. Porque cada película significaba un reto por superar. Y si bien en sus inicios emitía balbuceos y no sabía cómo mover su cuerpo, con los años fue demostrando que no solo era buen alumno sino que podía estar a la altura de los mejores actores de aquella época, llamada de Oro, por el conflicto de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), y que representó un potencial económico para la industria cinematográfica mexicana.
Pedro Infante el actor era camaleónico. Lo mismo podía ser un ranchero bruto como el de Los Tres García (1946), y Vuelven los García (1947), ambas de Ismael Rodríguez; pero también un carpintero y boxeador con acento chilango en la trilogía de Nosotros los Pobres (1947); Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1952), también de Rodríguez. Sacerdote en El Seminarista (Dir. Miguel Morales, 1949) O un citadino mediocre en Un rincón cerca del cielo (Dir. Rogelio A. González, 1952)
Aunque sin duda sus mejores éxitos internacionales los lograría con La vida no vale nada (Dir. Rogelio A. González, 1952), cinta basada en algunos cuentos de Máximo Gorki, que debe verse con atención porque es una de sus mejores interpretaciones: un alcohólico. Aquí no es el borrachín divertido o exagerado, sino un hombre que sufre por su adicción y falta de voluntad para dejar de beber. No es fortuito pero por esta película obtuvo un Ariel.
La otra es Tizoc (Dir. Ismael Rodríguez, 1956), miles de veces trasmitida por la televisión donde interpreta a un indígena y que le valió obtener el Oso de Berlín como mejor Actor 1957, premio que no pudo recoger porque meses antes había fallecido en un accidente aéreo. Sí, en un avión, otra de sus más grandes pasiones. Fue un tercer accidente del cual no vivió para contarlo.
Pedro Infante continúa vigente en la pantalla, donde podemos apreciar su vis cómica, sus ocurrencias, y su voz. Quizás no cante como Gardel, pero sí podemos decir que cada año que pasa actúa mejor en cada una de sus películas. 60 años de su desaparición física sigue siendo un ídolo popular.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario