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viernes, 3 de marzo de 2017

San Gabriel








A Guadalupe Palafox, mi madre


Como a Homero, el de La Ilíada, tres pueblos se disputan la paternidad del nacimiento de Juan Rulfo.


Toda la vida el narrador expresó haber tenido la hacienda de Apulco como cuna, y a San Gabriel como lugar de su infancia; pero en Sayula se asientan los “datos oficiales” de su origen. A lo anterior se podría agregar que Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno de niño pasó una temporada en Zapotlán (donde afirmaba Juan José Arreola ambos se habían conocido); luego se vino a vivir a Guadalajara (en el internado Luis Silva realizó sus estudios iniciales). En la capital jalisciense publicó sus primeros cuentos en la revista Pan, en los años cuarenta, aquellos que lograron acortar el extenso nombre y se convirtiera, ya en la Ciudad de México —y en definitiva— en Juan Rulfo, al publicar El llano en llamas, en 1953. Dos años más tarde confirmó su nombre de escritor el Pedro Páramo.

Para celebrar los ochenta años del nacimiento de Rulfo, el ayuntamiento de San Gabriel, en 1997, creó una ruta que llevó su nombre. Me invitaron y fui.

—¿Qué es lo que cruzó la carretera? —le pregunté en aquel tiempo al anfitrión, quien se había tomado la molestia de venir hasta Guadalajara por mí (y por un pequeño grupo de personas que me acompañaban en el viaje). La música del estéreo no le permitió escuchar mi pregunta: la irritante voz de Andrea Bocelli irrumpía con estruendo.

—¡¿Qué fue lo que cruzó la carretera?! —tuve que gritar.
—¡Un correcaminos —aulló—, hay muchos por aquí, y también venados, pero a esos los matan los pobladores, aunque está prohibido!...

—¡Ah! —dije. Y no volví a hablar.
El anfitrión aceleró la camioneta y dio vuelta en un recodo. Saltó a la vista el paisaje: un abismo de barrancas azules en la lejanía, anegadas por el empecinado sol.

Al encontrar de frente la intensa luz, nos cegó…

* * *

Al llegar al pueblo el celaje se había dispersado. Lo que encontramos, en todo caso, fue un mundo muy distinto al que alguna vez miró Juan Rulfo. Las calles con casas de adobe y techos de dos aguas, con densas sombras y gente inmaculadamente vestida (con sombrero o rebozo), ya no estaban.

Esas calles que alguna vez mi madre y sus hermanos caminaron (allí nacieron, por cierto), y que Rulfo fotografió en su momento, se habían convertido en otra cosa: tal vez los muertos de su novela, y los seres de sus cuentos que habitaban en ese pequeño infierno descrito con puntualidad, eran en ese instante entelequias... La esencia sí: percibimos su naturaleza y vimos los espacios.

La casa curato y su biblioteca, nada me dijeron. Pero a unos pasos, saliendo de allí: “…era una casa en penumbras, derruida; la habitaban personas ajenas a lo que ahí había sucedido ¿cuándo? Se escuchaba en ecos lejanos: ‘—Soy Eduviges Dyada. Pase usted.’ Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo, haciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros...; salí a toda prisa, impresionado y con el temor de ser tragado por la oscuridad; en la calle tuve que cerrar los ojos porque el sol me deslumbró, a ciegas caminé hasta un pequeño puente; creí escuchar el sonidos de cascos: Un caballo pasó al galope donde se cruza la calle real con el camino de Contla. Nadie lo vio. Sin embargo, una mujer que esperaba en las afueras del pueblo contó que había visto el caballo corriendo con las piernas dobladas como si se fuera a ir de bruces. Reconoció el alazán de Miguel Páramo. Me detuve a mirar el cruce de caminos. Recordé, luego, la explanada del templo mayor: acudían (en otro tiempo) los indígenas de Apango a vender sus hierbas. El grupo que me acompañaba me dio alcance: una callecita llena de piedras nos condujo hasta encontrar unas bajas lomas. Contrario al resto del pueblo, allí corrían los vientos, suaves y firmes: Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. ‘Ayúdame Susana.’ Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. ‘Suelta más hilo.’ El aire nos hacía reír... Ese mismo viento nos retornó hacia el río, y volvimos a escuchar su rumor, aunque sólo había (en ese instante) piedras: El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada.”

Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastre me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa…Entramos, entonces, a la capilla de la Sangre de Cristo, todavía olía a flores. Habían velado allí a Susana San Juan, después de su muerte, el 8 de diciembre ¿de qué año? Lo que vimos fue a un guajolote volar de un extremo a otro del atrio. El sol se filtró por las claraboyas e iluminó su vuelo indescriptible. Las campanas sonaron, en aquel increíble momento, anunciando el Ángelus…”.

Desperté de madrugada, sobresaltado por el chillido de los cerdos (…del matadero a los cielos y de allí a mis oídos…); apuré el último trago de mezcal y acudí a la lectura del Pedro Páramo, en ese instante tuvo sentido todo…


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