La
obra de Julio Torri (1889-1970) trajo a la profusa literatura mexicana de su
tiempo el intenso rigor y la síntesis, dejándonos breves piezas maestras para
contribuir a que escritores como Juan José Arreola bebieran de esa fuente y
enriquecieran nuestras letras.
Su prosa alcanzó
a la vez profundidad y altura y, colmada de humor e ironía, deja pasmados a
quienes se asoman a sus textos.
Acostumbrados los actuales lectores a las elongaciones narrativas y ensayísticas, Torri los deslumbra o aburre, pues el escritor coahuilense eligió distintos caminos a los asumidos por sus contemporáneos y compañeros en el Ateneo de la Juventud (Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Antonio Caso, Alfonso Reyes…), al exigirse la brevedad y la destreza más pulcra. Sus escasos libros podrían sugerirnos la sospecha de que Julio Torri fue un autor estreñido y limitado; sin embargo, al acudir a ellos encontramos que su labor fue la de un orfebre minucioso, a quien no se le puede reclamar, sino agradecer.
Acostumbrados los actuales lectores a las elongaciones narrativas y ensayísticas, Torri los deslumbra o aburre, pues el escritor coahuilense eligió distintos caminos a los asumidos por sus contemporáneos y compañeros en el Ateneo de la Juventud (Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Antonio Caso, Alfonso Reyes…), al exigirse la brevedad y la destreza más pulcra. Sus escasos libros podrían sugerirnos la sospecha de que Julio Torri fue un autor estreñido y limitado; sin embargo, al acudir a ellos encontramos que su labor fue la de un orfebre minucioso, a quien no se le puede reclamar, sino agradecer.
Torri desde
joven, se podría decir que desde niño, acudió a los grandes libros y se
convirtió en uno de los lectores más ávidos. Según sus propias confesiones, era
capaz de leer en una sola sesión, “de doscientas páginas a cuatrocientas”, en
una biblioteca ajena, la de Reyes, quien por largo tiempo fue su vecino de
barrio cuando el propio Torri compartió su casa con Pedro Henríquez Ureña, en
donde “sumaban sus pobrezas para dormir con decoro”, según afirmó Emmanuel
Carballo y es verificable en Protagonistas de la literatura mexicana.
En sus mejores
tiempos, la biblioteca personal de Torri acumuló siete mil ochenta y cuatro
volúmenes, y por tanto se puede deducir sin dificultad que su tiempo lo
consagró más que a la escritura, a la lectura, a pensar, y a borrar lo que
sobraba y constreñir sus materiales literarios.
Algunos de sus
libros llevan por títulos Ensayos y
poemas (1917), De fusilamientos
(1940), La literatura española
(1952), y Prosas dispersas (1964).
Martín Luis
Guzmán lo definió como el “humorista impávido”; Alfonso Reyes anotó que “el
cuento, en manos de Torri, se hacía crítico y extravagante”, y Carballo señaló:
“El depurado humor de dos caras, sano y corrosivo; la inusitada habilidad para
unir en forma perfecta el sustantivo y el adjetivo; la malicia diabólica que se
complace en aproximar los extremos, en identificarlos. La manera
desacostumbrada con que emplea los calificativos —usa adjetivos positivos para
referirse a hechos negativos— produce en el lector el desconcierto de la
revelación”.
Pero Julio
Torri solamente cantó.
¡Circe, diosa venerable!
He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando
divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del
mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas
errante por las aguas.
¡Circe, noble
diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a
perderme, las sirenas no cantaron para mí.
Alguna vez
Torri expresó que fray Luis de Granada, Charles Lamb y Oscar Wilde y la lectura
de El asesinato como una de las bellas
artes, de Thomas de Quincey, “me ayudaron a descubrirme como escritor”.
Leyó en sus primeros años con deleite y provecho a Platón, a Dante y a
Nietzsche, pero seguramente su inmersión a las Memorias, de Casanova, lo llevó, muchos años después, a dar largos
paseos en bicicleta por las callecitas plenas de penumbras de alguna colonia de
la Ciudad de México, donde vivía.
Durante esos
largos paseos, uno de los hombres más cultos de su tiempo, “cultivó” una
extraña y curiosa afición, seguramente para despejar la mente de sus trabajos y
estudios sobre la literatura castellana, francesa e inglesa. Narra —y es de
dominio público— Beatriz Espejo en alguna parte de su libro Julio Torri, vouyerista desencantado
(1986), que éste en sus andanzas “secretas”, cada noche deambulaba y ansioso
buscaba a las pobres muchachas desnutridas que trabajaban en las casas de ricos
realizando quehaceres domésticos. Dicen que las perseguía, y las podemos
imaginar, entre risillas de susto y emoción, escondiéndose una detrás de otra,
pero siempre atentas al hombre de rostro fino y blanca piel que pedaleando las
animaba a encontrarse con él en un rato de pasión y de amorosa ternura.
Se antoja
volver a imaginar esas calles, seguramente, con las costumbres de aquellas
familias de antaño, cuando las famullas iban por el pan recién salido de los
hornos y los frascos de leche vistos en las películas del cine nacional. Seguro
Torri les recitaba algunos versos para que las muchachas, muertas de risa y
miedo, y luego blandas y acomedidas, cayeran en los brazos del culto personaje,
sin siquiera sospechar que alguna vez ese hombrecillo del norte del país sería
uno de los más grandes e influyentes escritores de varias generaciones de
poetas y narradores. Con claridad se antoja imaginar recitando a Torri en
inglés, en italiano, en alemán, o quizás en castellano, antiguos párrafos del
Libro del buen amor.
Ahora que vemos
alguna de sus fotografías, con su rostro adusto y cabeza calva, resulta una
buena broma el dicho de su gusto por las muchachas indígenas, y no por
despreciarlas a ellas, sino porque nos hemos vuelto tan serios que cada poeta o
narrador (bueno o malo), pretende —en su soberbia— a la mujer más buena y de
tez clara, al creerse dioses bajados del Olimpo, cuando muchos son menos que
nada…
Actualmente ya
nadie quiere —ni puede— ser un Julio Torri.
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