Al
inicio, después de hacer las modificaciones favorables al departamento, para
con ello lograr que la definitiva estancia fuera agradable, no nos percatamos
de su presencia. Fue hasta que una noche, cuando me quedé despierto hasta la
madrugada mirando las luces de la ciudad en la lejanía (se puede ver desde
aquí, inmediatamente del pequeño bosque, un mar luces coronadas por el templo
de la Luz del Mundo), que lo sentí.
En
cierto instante —ya rendido el mundo en el silencio—, supe que desde algún
rincón observaba mi figura. Su cripcrip
de alas logró llamar mi atención. Fueron sus tímidos movimientos; su adivinado
caminar; su diminuta sombra agigantada en todo caso por los reflectores que,
negra la noche, se abrían igual a ojos enormísimos mirando hacia el interior.
Lo busqué, pero fue inútil. El sonido de alas aparecía y desaparecía: unas
veces allí, las más dentro del caracol de mis oídos... A la siguiente noche,
Gregorio, nos visitó por segunda vez. No sospechamos, ni él ni yo, los
extravíos que vendrían a nuestras existencias.
D.
y yo mantenemos una regla de oro. Todo bicho que entre al departamento tendrá
que ser aniquilado. Esa segunda vez, fue el calzado quien aplastó a Gregorio.
Pero yo no supe que era él. En la tercera ocasión, el flit lo devastó. Y por un tiempo considerable no volvió aparecer.
Pasó quizás una semana, y no volví a ver su sombra en los rincones de la casa.
Larga fue la espera, porque desde entonces sabía que regresaría; yo volví a La metamorfosis con una teoría para
aminorar la culpa. Le había dicho a D. que tal vez Kafka, como abogado que era,
la historia de algún arraigo domiciliario le había hecho escribir la novela;
pero después de diez años, yo no recordaba con fidelidad casi nada.
Volví
a la novela una mañana de tenue lluvia. Durante el trayecto a mi destino, la
leí de un tirón. Sólo para comprobar mi rotunda equivocación… La relectura me
hundió en una sorpresiva depresión matutina.
Porque
era la enfermedad lo que había logrado que Gregorio se transformara ¿En una
cucaracha? La enfermedad terminal y no otra cosa. La novela me llevó, esa
mañana de llovizna, a un recuerdo: vi a mi padre sumido en la cama, esperando
la muerte. Entre sus manos las viejas credenciales que le traían su juventud.
Que le mostraban la certeza de que sus días estaban contados. Que su disminuida
salud lo llevaría, en consecuencia y sin retorno, hacia la muerte.
La
enfermedad hace que las personas se vuelvan seres ajenos a quienes creen tener
la salud completa. “Lo malo de un loco no es su locura, sino que esa locura le
impida tener dinero. Y lo mismo se puede decir de un enfermo…” —me recordó Bernardo
Atxaga, en Esos cielos.
A
Gregorio, entonces, la enfermedad lo transformó. Y esa mañana, cuando debió
tomar el tren, ya no pudo hacerlo. La enfermedad de mi padre lo llevó a su
metamorfosis, y ya no fue el mismo.
Gregorio
en casa me llevó al dolor, a la depresión, a un recuerdo sin fondo. Me reveló
que nadie estamos a salvo de las transformaciones. En cualquier instante, y en
todo lugar, podríamos volvernos cualquier cosa: Un objeto que estorba. Una
sombra en la noche. Un ser que da asco. Una irrealidad. Una realidad que
inquieta. Un escarabajo que pisas una noche cualquiera. Un ser improductivo y
vergonzante en un cuarto que huele mal. Un apestado… ¿La enfermedad nos aleja
de lo humano?
Una
noche reciente Gregorio regresó a casa, después de mucho tiempo.
Abrió
al frío viento su indescifrable lenguaje de alas. Su cripcrip. Pero esta vez cometió un atrevimiento imperdonable. Ya
apagadas las luces de la casa, caminó hacia la recámara. Seguramente sus leves
pisadas fueron más tenues. Las visitas. Porque no las oí, yo que esperaba
escucharlas en cualquier instante y me mantenía en vela, vigilante.
Supe
de él hasta que el grito surgido con desesperación de D. me ofreció el lugar
donde se encontraba. Subía del pie hasta la rodilla y allí, en ese punto, abrió
sus alas para encontrarme. Se mostró insoportable. De manera abusiva dio dos o
tres pasos antes del grito que se estrelló en las paredes de la recámara y con
seguridad viajó hasta el follaje de los árboles del bosque; y de allí retornó
para hacerse eco.
Encendí
la luz. Asustado, Gregorio corrió hacia debajo de la cama; luego asomó sus
ojillos para mirarme. Los vi. Lo miré. Esta vez sin compasión lo arrojé lejos,
tan lejos que su repetida muerte logró que mi dolor se ausentara por un tiempo.
Pero
ese dolor y los recuerdos regresan cada vez que a lo lejos escucho su lenguaje,
llamándome una de esas madrugadas de insomnio. ¿Me dicen qué?, ¿me recuerdan
qué? Alguna noche yo también sufriré mi transformación y mis palabras ya no
serán entendibles. Alguien me aplastará y, quizás, el hecho lo llevará hacia el
dolor.
Hacia
el infinito dolor de la vida.
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