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viernes, 3 de febrero de 2017

Ezra Pound: el héroe y el traidor



>Admirado por los beatniks, denostado y juzgado como “enfermo mental” en Estados Unidos, la figura de Ezra Pound causa escozor a sus críticos. Más allá de sus filias, sus Cantos son una de las últimas obras totales de la poesía occidental



En la impecable Prosa reunida del nicaragüense José Coronel Urtecho leí, por vez primera —hace veinticinco años—, el nombre de Ezra Pound. De hecho, sus fragmentos de Panorama de la poesía norteamericana me llevaron a la obra de Eliot, Longfellow, Poe, Whitman, Dickinson, Stevens, Williams y a toda la obra de autores anglosajones aparecidos durante el siglo XX.

Mi preferencia por la poesía de habla inglesa, por sobre la de otras lenguas, se la debo a Coronel Urtecho, quien pese a mostrar una forma muy particular y autóctona en sus versos, todo lo aprendió de los norteamericanos, sobre todo de Whitman y Poe, a quienes dedica en su libro una memorable discusión ensayística.

Luego vendría Isabel Fraire a confirmar mi gusto con sus traducciones incluidas en Seis poetas de la lengua inglesa, y de allí una avalancha tremenda de autores y obras completas que definieron mi dirección y, a lo largo de un cuarto de siglo, después de la poesía de autores castellanos, mi vida se ha llenado con los versos de los anglosajones, sobre todo de los poetas norteamericanos.

A Pound lo he leído en diversas traducciones, sin embargo, es menester recordar ahora al jalisciense José Vázquez Amaral, quien en 1975 trajo todos los Cantos al castellano en un grueso tomo que fue editado por la ahora extinta editorial Joaquín Mortiz. Vázquez Amaral (nació en Los Reyes, Jalisco, en 1917, y muerto en 1987 en Estados Unidos, donde fue profesor universitario por largo tiempo) mantuvo un contacto directo con Ezra Pound, y juntos fundaron la Academia Sénica.

Ecuménico, Pound es una de las figuras más notables, influyentes y polémicas de la vida cultural del orbe —y no solamente de Estados Unidos: a él se debe una enorme cantidad de versiones de poesía china y de Medio Oriente; con éste quedaron en deuda los integrantes de la Generación perdida: John Dos Passos, Erskine Caldwell, William Faulkner, Ernest Hemingway, John Steinbeck y Francis Scott Fitzgerald, a la que el propio Pound pertenece…

Desde su juventud fue Ezra Pound un hombre inquieto y deslumbrante: fue un destacado integrante del movimiento Imaginista, intervino en el Vortecismo y dio a conocer a destacados escritores, como Joyce, Lewis, Williams, H. D., Aldington, Moore, Tagore, Frost, West y Gaudier-Brzeska. En su estancia en Londres fue amigo de Yeats y contribuyó en la corrección de uno de los poemas más célebres del siglo pasado: La tierra baldía (Eliot).

Con todo, Pound es para muchos norteamericanos un héroe y a la vez un traidor: “Hay una zona sombría en la vida de Pound —nos indica Jorge Rufinelli en su libro Las infamias de la inteligencia burguesa— y ésta la constituye su actitud política durante la Segunda Guerra. Podrían dejarse de lado sus ideas sobre economía, su eterna queja contra la ‘usura’ (que no tardó en identificar con los judíos); desecharse de su admiración por un Estado fuerte que impusiera el ‘orden’; la simpatía por Mussolini (‘Ben, en los Cantos pisanos), o su obsesión por los sistemas monetarios… lo que nadie pudo perdonar o desechar fueron sus intervenciones en la radio italiana apoyando declaradamente al fascismo, incluso cuando Estados Unidos ya había entrado en la guerra…”.

Pound había nacido en Ohio en 1885, y durante su educación en la Universidad de Pensylvania escribió un soneto todos los días, los que luego se perdieron; vivió en Inglaterra, posteriormente en París, hasta hospedarse en Rapallo: la guerra lo expulsó. Durante su estancia en Italia, a través de la radio profirió palabras en contra de su nación y a favor del fascismo. El gobierno estadunidense no le perdonó. En la primavera de 1945 fue hecho prisionero. En el Centro de Adiestramiento Disciplinario norteamericano (en Pisa), fue enjaulado como si se tratara de un animal. Disponía sólo de sábanas para dormir, un latón para defecar y “una débil luz que nunca se apagaba”. Su condena allí duró seis meses: lo trasladaron a Washington, donde fue “juzgado por traición y declarado demente”. Pasó catorce años en el Hospital Saint Elizabeth (allí fue a dibujarlo el mexicano José Luis Cuevas), donde continuó escribiendo sus Cantos.

En 1958 terminó su tortura. Volvió entonces a Rapallo, a la Italia a la que pertenecía su espíritu de poeta cuasi renacentista; allí murió el 1 de noviembre de 1972.



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