>Admirado
por los beatniks, denostado y juzgado como “enfermo mental” en Estados Unidos,
la figura de Ezra Pound causa escozor a sus críticos. Más allá de sus filias,
sus Cantos son una de las últimas
obras totales de la poesía occidental
En la impecable Prosa
reunida del nicaragüense José Coronel Urtecho leí, por vez primera —hace
veinticinco años—, el nombre de Ezra Pound. De hecho, sus fragmentos de Panorama de la poesía norteamericana me
llevaron a la obra de Eliot, Longfellow, Poe, Whitman, Dickinson, Stevens,
Williams y a toda la obra de autores anglosajones aparecidos durante el siglo
XX.
Mi preferencia por la poesía de habla inglesa, por
sobre la de otras lenguas, se la debo a Coronel Urtecho, quien pese a mostrar
una forma muy particular y autóctona en sus versos, todo lo aprendió de los
norteamericanos, sobre todo de Whitman y Poe, a quienes dedica en su libro una
memorable discusión ensayística.
Luego vendría Isabel Fraire a confirmar mi gusto
con sus traducciones incluidas en Seis
poetas de la lengua inglesa, y de allí una avalancha tremenda de autores y
obras completas que definieron mi dirección y, a lo largo de un cuarto de
siglo, después de la poesía de autores castellanos, mi vida se ha llenado con
los versos de los anglosajones, sobre todo de los poetas norteamericanos.
A Pound lo he leído en diversas traducciones, sin embargo,
es menester recordar ahora al jalisciense José Vázquez Amaral, quien en 1975
trajo todos los Cantos al castellano
en un grueso tomo que fue editado por la ahora extinta editorial Joaquín
Mortiz. Vázquez Amaral (nació en Los Reyes, Jalisco, en 1917, y muerto en 1987
en Estados Unidos, donde fue profesor universitario por largo tiempo) mantuvo
un contacto directo con Ezra Pound, y juntos fundaron la Academia Sénica.
Ecuménico, Pound es una de las figuras más
notables, influyentes y polémicas de la vida cultural del orbe —y no solamente
de Estados Unidos: a él se debe una enorme cantidad de versiones de poesía
china y de Medio Oriente; con éste quedaron en deuda los integrantes de la
Generación perdida: John Dos Passos, Erskine Caldwell, William Faulkner, Ernest
Hemingway, John Steinbeck y Francis Scott Fitzgerald, a la que el propio Pound
pertenece…
Desde su juventud fue Ezra Pound un hombre inquieto
y deslumbrante: fue un destacado integrante del movimiento Imaginista,
intervino en el Vortecismo y dio a conocer a destacados escritores, como Joyce,
Lewis, Williams, H. D., Aldington, Moore, Tagore, Frost, West y
Gaudier-Brzeska. En su estancia en Londres fue amigo de Yeats y contribuyó en
la corrección de uno de los poemas más célebres del siglo pasado: La tierra baldía (Eliot).
Con todo, Pound es para muchos norteamericanos un
héroe y a la vez un traidor: “Hay una zona sombría en la vida de Pound —nos
indica Jorge Rufinelli en su libro Las
infamias de la inteligencia burguesa— y ésta la constituye su actitud
política durante la Segunda Guerra. Podrían dejarse de lado sus ideas sobre
economía, su eterna queja contra la ‘usura’ (que no tardó en identificar con
los judíos); desecharse de su admiración por un Estado fuerte que impusiera el
‘orden’; la simpatía por Mussolini (‘Ben, en los Cantos pisanos), o su obsesión por los sistemas monetarios… lo que
nadie pudo perdonar o desechar fueron sus intervenciones en la radio italiana
apoyando declaradamente al fascismo, incluso cuando Estados Unidos ya había
entrado en la guerra…”.
Pound había nacido en Ohio en 1885, y durante su
educación en la Universidad de Pensylvania escribió un soneto todos los días,
los que luego se perdieron; vivió en Inglaterra, posteriormente en París, hasta
hospedarse en Rapallo: la guerra lo expulsó. Durante su estancia en Italia, a
través de la radio profirió palabras en contra de su nación y a favor del
fascismo. El gobierno estadunidense no le perdonó. En la primavera de 1945 fue
hecho prisionero. En el Centro de Adiestramiento Disciplinario norteamericano
(en Pisa), fue enjaulado como si se tratara de un animal. Disponía sólo de
sábanas para dormir, un latón para defecar y “una débil luz que nunca se
apagaba”. Su condena allí duró seis meses: lo trasladaron a Washington, donde
fue “juzgado por traición y declarado demente”. Pasó catorce años en el
Hospital Saint Elizabeth (allí fue a dibujarlo el mexicano José Luis Cuevas),
donde continuó escribiendo sus Cantos.
En 1958 terminó su tortura. Volvió entonces a
Rapallo, a la Italia a la que pertenecía su espíritu de poeta cuasi
renacentista; allí murió el 1 de noviembre de 1972.
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