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viernes, 10 de febrero de 2017

Dylan Thomas a los treinta y nueve




Para Alberto Spiller


El 4 de noviembre de 1953, el poeta galés Dylan Thomas se levantó de su cama —donde había permanecido postrado, sumido por la enfermedad y el delirium tremens, como afirma su leyenda—, y se fue a perder en las calles de Nueva York (donde vivía solo, lejos de su familia y amigos), y se hundió en un bar por hora y media para luego volver a su casa y antes de abandonarse decir: “He tomado dieciocho whiskies seguidos, creo que es un buen récord…”.


Luego los anales clínicos del Hospital St. Vincent de Nueva York dirían que esa misma noche el bardo entró en coma, para luego —el día 9— morir sin volver a ver la luz ni por un solo instante durante esos cinco días.

En una fotografía que ilustra la portada de sus Poemas completos (traducidos magníficamente al castellano por Elizabeth Azcona Cranwell, y que editara Corregidor en 1981), se mira a Dylan ante una mesa donde su mano está a punto de levantar un vaso de whisky, seguramente tomada en alguno de los bares de Greenwich Village, donde solía, de acuerdo a sus biógrafos, disfrutar sus épicas borracheras. Una gran mayoría de sus lectores recuerda la anécdota de su muerte pero, pocos, un verso de su amplia y a la vez corta obra, si consideramos que su poesía completa la conforman apenas noventa textos y su bibliografía incluye dos libros de cuentos (quizás el más conocido sea Retrato del artista cachorro, publicado en 1940) y algunas obras dramáticas como El bosque de leche; escribió además guiones de radio para la BBC —donde hizo estallar al menos doscientas veces su retumbante voz como locutor—, y de cine para la industria de Hollywood —aunque nunca alcanzó a ver alguno en las pantallas.

En contraste, sobre su leyenda más popular Elizabeth Azcona Cranwell nos recuerda que fue un adolescente “perseguidor de pájaros que se extasiaba en la contemplación del mar y las colinas de Swansea”, y que su típica anécdota de poeta ebrio ha mediado “especialmente en el público de América en la valoración de su obra”.

UN CAMBIO DE CLIMAS DEL CORAZÓN


Dylan Thomas nació en Swansea, Gales, el 27 de octubre de 1914; perteneció a la llamada generación Forties. Publicó su primer libro Dieciocho poemas, en 1934, cuyos versos desde ya se alejaron —al igual que Octavio Paz en otra geografía— de la corriente que imperaba en su momento, es decir, a la tendencia del compromiso social (apegada de manera estricta al marxismo y a las teorías de Freud, tan esenciales a su generación en particular y en boga en la mayoría de los poetas de todo el mundo). Lo que hizo Thomas fue ir hacia sí mismo y describir en sus poemas —como ha dicho Azcona Cranwell— su nacimiento, la infancia, la adolescencia, la sexualidad, la religión, la muerte, el idioma del paisaje, la leyenda “en la visión acelerada de un múltiple universo de símbolos” que conforman “la esencia de esta poesía”, sacando un mejor provecho de los temas freudianos, pero cercano a la Biblia y al Ulises de Joyce.

De algún modo Thomas fue hacia otro rumbo, hacia un cambio en la tradición de la poesía de su tiempo y de su país, logrando modificar los cánones establecidos y buscando una manera muy personal de hacer su trabajo.

Sin embargo, y a pesar del logro significativo que en la actualidad representa la ruptura, afirma Azcona Cranwell que a Dieciocho poemas la crítica de su tiempo la halló “difícil, irracional e indisciplinada”; “la juzgó salvaje, como el discurso de un ebrio”; y hasta afirmaron que se trataba de “un material poético en bruto, sin control inteligente o ininteligible”; lo cual pudiera ser cierto visto desde una mirada pasada, es decir: desde la poesía escrita en ese momento, pero vista con ojos alargados hacia la futura forma de hacerla, la que se haría después de los años treinta y hasta nuestros días. En definitiva los detractores de Thomas no es que se hayan equivocado, sino que no supieron ver hacia el futuro.

Seguramente a esos lectores contemporáneos del poeta —en ese momento de apenas veinte años— les faltó lo que afirma el texto “Un cambio en los climas del corazón”:

Un cambio en el ojo advierte a tiempo
la ceguera hasta el hueso; y el útero incorpora
una muerte mientras surge la vida.

 
EL ARTISTA CACHORRO



La poesía de Thomas tiene más reminiscencias con la norteamericana que con la británica —en lo personal la poesía de Dylan Thomas me recuerda a la de Wallace Stevens—, quizás por eso Dylan emigró hacia los Estados Unidos en 1946, aturdido por las balas de la Segunda Guerra mundial y donde trabajó escribiendo guiones para cine. Fue en la Unión Americana donde encontró a sus lectores, tanto es así que se dice que Robert Zimmerman mudó su nombre de pila por el de Bob Dylan, todo debido a su enorme admiración por la poesía del bardo de Swansea. Lo más probable es que el desbocado lirismo de Dylan Thomas haya encontrado una mayor libertad en este país que en el propio. Y resultara más propicio para que uno de sus mejores cuentos, incluido en el Retrato del artista cachorro, pareciera más natural en su voz que el resto de la compilación.

“Exactamente como perros” es una narración extraordinaria, llena de musicalidad y de música, de lirismo y de profundidad de cotidianidad y de tragedia, de la noche y descripciones de una vida simple que transcurre como si nada, pero donde surge una historia plena de humanidad. Es la historia de dos hombres que un tercero narra (probablemente Dylan); se encuentran cierta noche bajo un puente donde arriba de cuando en cuando corre el tren cerca de una playa. Allí fuman. Guardan silencio. Se ignoran. Pero el narrador testigo se hace las preguntas pertinentes para ir describiendo a los personajes, el lugar y da saltos hacia el pueblo cercano. Esos hombres (uno con una nariz de boxeador —Walter— y el otro con rostro agradable —Tom) pasean. Es de noche y apenas las brasas de los cigarrillos los iluminan. Luego descubriremos que los dos hombres mirados por el tercero son hermanos y en su silencio guardan la historia de su vida, de su tragedia.

Alguna vez conocieron a dos mujeres (Doris y Norman). Cada uno conquistó a una. Pero fue a la equivocada. Y en cierta parte de la historia y encendidos de ardor sexual, se intercambian de pareja y logran tener sexo en la playa. Pero luego el que amaba a una se acostó, esa misma noche, con la que no amaba. Y después de una discusión decidieron abandonarlas y quedar solos. Tan solos como esa noche bajo el puente, donde rumiaban su fatalidad…

El cuento, que no se escribió en los Estados Unidos, resulta muy norteamericano por su temática, su tratamiento y su fondo y forma; muy distinto al resto de las historias que son de una factura y temática muy británicas. En todo caso “Exactamente como perros” es el tema de un blues, y el género es —sabemos— de origen norteamericano…

LA ELEGÍA INCONCLUSA


En todo caso la poesía del galés no es moderna ni antigua. Es una fusión entre al pasado y el presente perenne. Es muy Dylan Thomas. Muy desbordada y desbordante. Muy caótica y fuerte. Muy deslumbrante y —a veces— perturbadora por su crudeza latente. Es, lo sabemos, una poesía que pocas ocasiones admite la memorización, porque no hay líneas contundentes, sino poemas enteros que son un latir de un corazón angustiado. ¿Alguien puede recordar un poema de angustia con tranquilidad? La poesía de Thomas —tengo la impresión— es para leerse una y cada vez que se abre su libro, es decir: nace y muere en la página. Lo que probablemente podamos recordar, es el sentido de cada poema. No una línea. No un verso específico. Su poesía se abre y se cierra una y otra vez. Se abre para cerrarse. Se cierra para abrirse.

¿Es memorable —hago la pregunta— el verso: “Hasta que muera yo, estará a mi lado”?, probablemente la última línea que escribiera Dylan antes de enfermar y luego ir a matarse en definitiva con “dieciocho whiskies seguidos”.

La poesía de Dylan no es para recordarse, no es para guardar en la memoria, sino para volver una vez y otra vez con la esperanza de comprender “al perseguidor de pájaros” que alguna vez se fue a Nueva York para dejar en su mesa una “Elegía” inconclusa, la que cierra su obra y, es claro, la que cerró para siempre su vida a los treinta y nueve años…


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