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viernes, 13 de enero de 2017

Valadés, el cuentista incansable


 



Yo soy el marino
que alegre de Guaymas salió una mañana,
llevando en mi barca como hábil piloto
mi dulce esperanza…
Canción popular




Recuerdo, con particular embeleso, la noche que —a lo lejos— de pronto surgió de un aparato de radio la canción “La barca de Guaymas”, cantada por Pedro Infante; me llamó la atención porque el nombre del lugar lo había escuchado de labios de un tío (hermano de mi madre) que, trasterrado, había huido del Sur de Jalisco para ir a vivir a Empalme, poblado muy cercano al fondeadero sonorense.



Luego, después de muchos años, supe que el narrador Edmundo Valadés había nacido en Guaymas, en mil novecientos quince —al igual que personajes de la historia política de México, como Plutarco Elías Calles, Adolfo de la Huerta, Abelardo L. Rodríguez… y la actriz Columba Domínguez. Pero, amén de que el autor de La muerte tiene permiso (1955) fuera originario de Guaymas, fue sobre todo por la canción y la historia de que mi tío había tenido algunos de sus grandes amoríos en este puerto, que en el año dos mil diez hice maletas y fui.

Quise, entonces, hallar alguna particularidad en el puerto que vinculara los cuentos de Edmundo Valadés, pero no encontré nada. Tal parece que éste se desvinculó casi en su totalidad del paisaje que vi. Guaymas mantiene dos aspectos singulares: que es un poblado detenido en el tiempo (un tiempo mítico y congelado en los años treinta), y otro moderno. Pero hay uno más: su paisaje parece nacido de otro planeta, da la impresión de mirar una estampa de Marte con sus cráteres alucinantes que se pierden donde termina la mirada.

La marca de la Revolución



Nacido en lo más álgido de la revuelta de mil novecientos diez, Edmundo Valadés es un narrador que no encara de frente al periodo revolucionario, pero sí escribió ensayos sobre el tema. Lo que hace es administrar sus temáticas y, de algún modo, darles sesgo distinto. De prosa clara y sencilla, Valadés logró piezas maestras reconocidas por otros grandes escritores, como José Emilio Pacheco, quien sobre el también autor de Las dualidades funestas (1966) y de Antípoda (1961, libro de relativa circulación que en mil novecientos ochenta reapareció como Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita) escribió que “le tocó nacer en la generación de Arreola, Revueltas y Rulfo. No se parece a ninguno de los tres y al mismo tiempo hay algo de sus contemporáneos y no podría ser de otro modo”.

Pacheco agrega: “Valadés rompió las falsas fronteras entre narrativa fantástica y realista, literatura urbana y rural. No cedió a ninguna prohibición: ha hecho cuentos magistrales que valen por sí mismos y también se anticipa a los que llegaron después”. Pero indudablemente hay un cuento que se ha vuelto icónico en la literatura mexicana y, claro, es eje central de su breve pero espléndida obra; se trata de “La muerte tiene permiso”, que da título a quizás su mejor libro.

Autor tardío, publica a los cuarenta años ya en plena madurez su obra más reconocida; La muerte tiene permiso aparece para convertirse en uno de nuestros clásicos.

José Emilio Pacheco (en el prólogo al cuaderno de cuentos Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita) advierte que, entre mil novecientos cincuenta y cinco y mil novecientos ochenta y seis alcanzó doce reediciones, y “constituye un libro clásico de nuestras letras, al punto de que su extensa difusión ha opacado relativamente a los otros dos”.

“La muerte tiene permiso”, de acuerdo a Marco Antonio Campos —y a ojos vistas— mantiene como centro de inspiración, pero no es igual, claro, a Fuenteovejuna. (“¿Quién mató al Comendador?” “Fuenteovejuna, señor”).

Como Rulfo, Valadés fue mesurado en su escritura; apenas tres libros forman su universo literario, los tres contundentes pero siempre los lectores exigían más. Sin embargo, en mil novecientos noventa y siete le confesó en una entrevista (publicada en Reverso de la palabra del periódico El Nacional y que después se reprodujo en el Correo del libro) a Miguel Ángel Quemain los motivos de su parquedad literaria: “No me gustaría que publicara, mientras esté vivo, las razones de mi silencio literario. Me apena un poco decirlo, pero no me gusta lo que se dice. Hay quienes piensan que no escribo por flojera, porque soy funcionario cultural, porque me dormí en mis laureles. Ojalá y así fuera. Hay una depresión que me provoca fuertes estados de somnolencia. No es una depresión emocional, es de origen químico y supera mis fuerzas. Es muy difícil escribir en ese estado… si me muero mañana puede publicarlo, para que mis amigos sepan que si callé no fue por gusto”.


El Cuento y el periodismo


Edmundo Valadés inició en el periodismo en el año mil novecientos treinta y seis, y casi inmediatamente abrió la posibilidad de una de las más grandes aventuras narrativas que, en todo caso, involucraba la red universal de cuentistas. Revista legendaria, El Cuento fue
inaugurada en mil novecientos treinta y nueve, y permaneció por un largo periodo que de algún modo se convirtió en el motivo esencial del autor de Sonora. Comenzó en aquel año, pero solamente resistió los primeros cinco números, para después reaparecer en mil novecientos sesenta y cuatro. Fue en El Cuento que muchos de los ahora grandes escritores de México publicaron por vez primera de manera formal. Pero la revista fue —y sigue siendo— un enorme catálogo del género.

Fue en ese proyecto que, de otro modo, Valadés creó una nueva forma que hasta entonces no existía, no al menos en nuestra lengua: las “minificciones” o “minicuentos”, que en un tiempo se volvieron una plaga, pues todo mundo decía escribirlos, pero lo cierto es que muy pocos autores lograron algunos buenos. En la revista había una permanente convocatoria, y cada autor enviaba sus textos. De acuerdo a la calidad, se decidía si se publicaba o no. El propio Edmundo Valadés y el consejo de redacción buscaban en obras de autores universales un fragmento en el que se describiera un universo en breve, y se publicaban como ejemplo para los nuevos autores.

En mil novecientos setenta y seis apareció una rica antología de ese género que es muy popular desde entonces: El libro de la imaginación, y que el propio Valadés compiló.

Pues como él mismo lo dijo, “Fui un lector incansable de cuentos. Empecé con las hadas, luego con los de Calleja hasta que me acerqué a escritores importantes. Lo hice de niño, lo hice de joven, lo hago ahora”.

Sin embargo, el reproche de los lectores y de sus compañeros escritores siempre fue abierto. En no pocas ocasiones le reclamaban que ya hubiera dejado de escribir creación, y de que solamente publicara textos periodísticos. Y hasta él mismo culpaba al periodismo por el haber abandonado los juegos literarios de creación. Alguna vez Miguel.

Quemain dijo: “A Edmundo Valadés siempre se le reprochó la brevedad de su obra; él a su vez siempre culpó al periodismo y a su falta de coraje. Sin embargo, eran otras las razones de su imposibilidad, mismas que unos cuantos días antes de su muerte expresó en una conversación donde afirmó que el cuento y su definición serían el insoluble dilema que acompañaría al ‘artesano’ hasta ‘el final de mis días’”.


Edmundo Valadés recibió el Premio Nacional de Periodismo de México en mil novecientos ochenta y uno, en reconocimiento a su labor en la revista El Cuento; y murió en la Ciudad de México el treinta de noviembre de mil novecientos noventa y cuatro.

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