Yo
soy el marino
que
alegre de Guaymas salió una mañana,
llevando
en mi barca como hábil piloto
mi
dulce esperanza…
Canción popular
Recuerdo,
con particular embeleso, la noche que —a lo lejos— de pronto surgió de un
aparato de radio la canción “La barca de Guaymas”, cantada por Pedro Infante;
me llamó la atención porque el nombre del lugar lo había escuchado de labios de
un tío (hermano de mi madre) que, trasterrado, había huido del Sur de Jalisco
para ir a vivir a Empalme, poblado muy cercano al fondeadero sonorense.
Luego,
después de muchos años, supe que el narrador Edmundo Valadés había nacido en
Guaymas, en mil novecientos quince —al igual que personajes de la historia
política de México, como Plutarco Elías Calles, Adolfo de la Huerta, Abelardo
L. Rodríguez… y la actriz Columba Domínguez. Pero, amén de que el autor de La muerte tiene permiso (1955) fuera
originario de Guaymas, fue sobre todo por la canción y la historia de que mi
tío había tenido algunos de sus grandes amoríos en este puerto, que en el año
dos mil diez hice maletas y fui.
Quise,
entonces, hallar alguna particularidad en el puerto que vinculara los cuentos
de Edmundo Valadés, pero no encontré nada. Tal parece que éste se desvinculó
casi en su totalidad del paisaje que vi. Guaymas mantiene dos aspectos
singulares: que es un poblado detenido en el tiempo (un tiempo mítico y
congelado en los años treinta), y otro moderno. Pero hay uno más: su paisaje
parece nacido de otro planeta, da la impresión de mirar una estampa de Marte
con sus cráteres alucinantes que se pierden donde termina la mirada.
La marca de la Revolución
Nacido
en lo más álgido de la revuelta de mil novecientos diez, Edmundo Valadés es un
narrador que no encara de frente al periodo revolucionario, pero sí escribió
ensayos sobre el tema. Lo que hace es administrar sus temáticas y, de algún
modo, darles sesgo distinto. De prosa clara y sencilla, Valadés logró piezas
maestras reconocidas por otros grandes escritores, como José Emilio Pacheco,
quien sobre el también autor de Las
dualidades funestas (1966) y de Antípoda
(1961, libro de relativa circulación que en mil novecientos ochenta reapareció
como Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita) escribió que “le
tocó nacer en la generación de Arreola, Revueltas y Rulfo. No se parece a
ninguno de los tres y al mismo tiempo hay algo de sus contemporáneos y no
podría ser de otro modo”.
Pacheco
agrega: “Valadés rompió las falsas fronteras entre narrativa fantástica y
realista, literatura urbana y rural. No cedió a ninguna prohibición: ha hecho
cuentos magistrales que valen por sí mismos y también se anticipa a los que
llegaron después”. Pero indudablemente hay un cuento que se ha vuelto icónico
en la literatura mexicana y, claro, es eje central de su breve pero espléndida
obra; se trata de “La muerte tiene permiso”, que da título a quizás su mejor
libro.
Autor
tardío, publica a los cuarenta años ya en plena madurez su obra más reconocida;
La muerte tiene permiso aparece para convertirse en uno de nuestros clásicos.
José
Emilio Pacheco (en el prólogo al cuaderno de cuentos Sólo los sueños y los
deseos son inmortales, palomita) advierte que, entre mil novecientos cincuenta
y cinco y mil novecientos ochenta y seis alcanzó doce reediciones, y
“constituye un libro clásico de nuestras letras, al punto de que su extensa
difusión ha opacado relativamente a los otros dos”.
“La
muerte tiene permiso”, de acuerdo a Marco Antonio Campos —y a ojos vistas—
mantiene como centro de inspiración, pero no es igual, claro, a Fuenteovejuna.
(“¿Quién mató al Comendador?” “Fuenteovejuna, señor”).
Como
Rulfo, Valadés fue mesurado en su escritura; apenas tres libros forman su
universo literario, los tres contundentes pero siempre los lectores exigían
más. Sin embargo, en mil novecientos noventa y siete le confesó en una
entrevista (publicada en Reverso de la
palabra del periódico El Nacional
y que después se reprodujo en el Correo
del libro) a Miguel Ángel Quemain los motivos de su parquedad literaria:
“No me gustaría que publicara, mientras esté vivo, las razones de mi silencio
literario. Me apena un poco decirlo, pero no me gusta lo que se dice. Hay
quienes piensan que no escribo por flojera, porque soy funcionario cultural,
porque me dormí en mis laureles. Ojalá y así fuera. Hay una depresión que me
provoca fuertes estados de somnolencia. No es una depresión emocional, es de
origen químico y supera mis fuerzas. Es muy difícil escribir en ese estado… si
me muero mañana puede publicarlo, para que mis amigos sepan que si callé no fue
por gusto”.
El Cuento y el periodismo
Edmundo
Valadés inició en el periodismo en el año mil novecientos treinta y seis, y
casi inmediatamente abrió la posibilidad de una de las más grandes aventuras
narrativas que, en todo caso, involucraba la red universal de cuentistas. Revista
legendaria, El Cuento fue
inaugurada
en mil novecientos treinta y nueve, y permaneció por un largo periodo que de
algún modo se convirtió en el motivo esencial del autor de Sonora. Comenzó en
aquel año, pero solamente resistió los primeros cinco números, para después
reaparecer en mil novecientos sesenta y cuatro. Fue en El Cuento que muchos de los ahora grandes escritores de México
publicaron por vez primera de manera formal. Pero la revista fue —y sigue
siendo— un enorme catálogo del género.
Fue
en ese proyecto que, de otro modo, Valadés creó una nueva forma que hasta
entonces no existía, no al menos en nuestra lengua: las “minificciones” o
“minicuentos”, que en un tiempo se volvieron una plaga, pues todo mundo decía
escribirlos, pero lo cierto es que muy pocos autores lograron algunos buenos.
En la revista había una permanente convocatoria, y cada autor enviaba sus
textos. De acuerdo a la calidad, se decidía si se publicaba o no. El propio
Edmundo Valadés y el consejo de redacción buscaban en obras de autores
universales un fragmento en el que se describiera un universo en breve, y se
publicaban como ejemplo para los nuevos autores.
En
mil novecientos setenta y seis apareció una rica antología de ese género que es
muy popular desde entonces: El libro de la imaginación, y que el propio Valadés
compiló.
Pues
como él mismo lo dijo, “Fui un lector incansable de cuentos. Empecé con las
hadas, luego con los de Calleja hasta que me acerqué a escritores importantes.
Lo hice de niño, lo hice de joven, lo hago ahora”.
Sin
embargo, el reproche de los lectores y de sus compañeros escritores siempre fue
abierto. En no pocas ocasiones le reclamaban que ya hubiera dejado de escribir
creación, y de que solamente publicara textos periodísticos. Y hasta él mismo
culpaba al periodismo por el haber abandonado los juegos literarios de
creación. Alguna vez Miguel.
Quemain
dijo: “A Edmundo Valadés siempre se le reprochó la brevedad de su obra; él a su
vez siempre culpó al periodismo y a su falta de coraje. Sin embargo, eran otras
las razones de su imposibilidad, mismas que unos cuantos días antes de su
muerte expresó en una conversación donde afirmó que el cuento y su definición
serían el insoluble dilema que acompañaría al ‘artesano’ hasta ‘el final de mis
días’”.
Edmundo
Valadés recibió el Premio Nacional de Periodismo de México en mil novecientos
ochenta y uno, en reconocimiento a su labor en la revista El Cuento; y murió en la Ciudad de México el treinta de noviembre
de mil novecientos noventa y cuatro.
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