Poeta
precoz, Ricardo Yáñez, antes de los veinticuatro años ya había escrito la
mayoría de sus mejores poemas. En su libro Crónica de la poesía mexicana
(1977), el crítico y escritor José Joaquín Blanco, en un brevísimo texto
dedicado al poeta tapatío, nos recuerda que éste “se dio a conocer cuando ganó
un concurso de Punto de Partida: es indudablemente el mejor escritor que
ha revelado esta revista”, y parte de este material que ganó el certamen luego
fue reunido en Divertimento, un poemario que llevó en sus primeras
páginas un prólogo de Elías Nandino, en 1972. Después de esto, la lentitud
llegó y su obra se fue haciendo muy paulatinamente, casi a cuenta gotas, hasta
lograr quizás su mejor libro, Ni lo que digo, que el Fondo de Cultura
Económica editó en 1985.
Precoz y
luego tardío, Ricardo Yáñez, después de ganar el concurso en la revista de la
UNAM y de publicar este primer libro, “dejó de escribir cinco años”, algo que
se volvió cotidiano en él hasta que, ya en los años noventa, su obra comenzó a
ser más prolífica y ahora su bibliografía es ya amplia en registros, pero sigue
guardando ese precepto experimental que ya mencionaba en su escrito José
Joaquín Blanco: “Yáñez —citó Blanco en 1977— es, entre los poetas jóvenes,
quien más y mejor ha experimentado con las diversas formas poéticas: tiene
‘topoemas’ decorosos, canciones, coplas, paisajes, confesiones, aforismos,
‘verticalidades’, etc”.
Y luego
agrega Blanco: “A pesar de un puñado de malos poemas que entorpecen y los
dibujos, Divertimento es el libro de poemas más fresco, variado, o
acertado que han publicado los jóvenes en lo que va de los setentas…”.
Hace casi
un año, cuando Ricardo Yáñez vino a su tierra natal a presentar su libro Desandar,
le confesó en una entrevista a Ángel Vargas, con cierto desaliento: “Me he
preguntado mucho sobre el sentido de la poesía y de ser poeta, y tengo la
impresión de que ya no quiero escribir, porque es algo que no tiene mucho
sentido. ¿Para qué escribir si hay mucha gente que lo está haciendo muy bien?
¿Para qué llevo más agua al mar si no soy un río necesario?” (La Jornada).
Yáñez
dice, a manera de resumen de su vida en la poesía, a pregunta expresa de Ángel
Vargas:
—Finalmente,
en su obra se advierte profundamente la presencia de la música…
—Es muy
cierto. No puedo trabajar sin espíritu musical. Soy de los que trabajan oyendo
música. Hay gente que no puede hacerlo, porque se distrae. La oigo como telón
de fondo, pero trato de escribir siempre con música, y si no, que la música
llegue al texto, que esté allí. Lo he dicho varias veces: la poesía es la madre
de las artes. Pero la música es la maestra. Tengo que pensar musicalmente. Es
decir, puedo dar con la idea, pero si no tiene música, no funciona.
Ricardo
Yáñez nació en Guadalajara en 1948, ha sido también periodista cultural y,
sobre todo, un consumado maestro de varias generaciones de poetas y escritores
a lo largo y ancho de todo el país.
YÁÑEZ O
LA TRADICIÓN
Poeta de
escritura lenta (“…el poema ‘en una cajita de oro’ —me dijo una tarde de 1988
al paso por el jardín José Rolón de Guadalajara— tardé nueve años en
escribirlo…”), comenzó su labor a muy temprana edad; a los veinte años (alguna
vez me compartió) ya había concluido su primer libro, que publicó hasta 1972,
bajo el título de Divertimiento, con
un prólogo de Elías Nandino.
Desde
entonces fue clara su inclinación hacia la tradición de la lírica castellana y
a la poesía popular —sin desdeñar, por supuesto, a la poesía de su tiempo, ni a
las vanguardias del siglo que ya pasó—; es posible, por tanto, localizar las
influencias en la obra de Ricardo Yáñez de, sobre todo, San Juan de la Cruz,
Quevedo, Góngora, Garcilaso y de Juan Ruiz el arcipreste de Hita —en alguna
cantina, a su llegada a la Ciudad de México, Ricardo Yáñez le recitó a José
Joaquín Blanco grandes fragmentos del Libro
del buen amor.
De algún
modo el poeta tapatío es heredero del movimiento de la Generación de la ruptura
(localizable sobre todo en las artes plásticas mexicanas); José Joaquín Blanco
los llamó poetas de la Generación de la crisis (a todos los aparecidos
posterior a 1968 —y nacidos después de 1940—, y Gabriel Zaid reunió a casi
todos en el libro Asamblea de poetas
jóvenes de México, 1980).
Ruptura
en contra de las antiguas escuelas plásticas y literarias, crisis del lenguaje
y la política después del axial 68, Yáñez lo sobrellevó —por decirlo de alguna
manera—, volviendo los ojos hacia las fuentes de la poesía clásica castellana y
la poesía popular. Eso lo tornó un poeta inusual en un fin de siglo XX deseoso
de ir hacia lo nuevo, hacia las novedades que ofrecían los movimientos
renovadores. Fue, entonces, a buscar las cristalinas aguas del lenguaje hasta
la Edad Media y bebió de las obras de los autores del Siglo de Oro español. Se
reclinó en las formas clásicas y fue en búsqueda de su voz, combinando lo
antiguo con lo moderno.
En las
coplas antiguas y en el soneto sostuvo su canto. En las obras vanguardistas
también. Fundido esencial para renacer en una obra sui generis que logró
abrirles ventanas a los poetas de su generación y puertas a los de la
siguiente. Sin ambages podemos decir que su ejemplo aún permanece entre las
nuevas floraciones de poetas, sobre todo de Jalisco.
Son
pocos, pero estrictos los sonetos de Yáñez; todos mantienen la resonancia de
aquellos que posiblemente le llevaron a traer la forma métrica de nuevo al uso
(la forma clásica del soneto fue llevada a España por el marqués de Santillana,
quizá desde Sicilia o la propia Italia, donde lo cultivaba Giacomo da Lentini,
a quien se le atribuye su creación; Cavalcanti, y luego Dante; ya
castellanizado plenamente por Garcilaso —con las reglas técnicas imputadas por
él— ha trascendido hasta nuestros días en toda Hispanoamérica), y es de
Garcilaso de donde Yáñez cultiva la forma.
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