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viernes, 18 de noviembre de 2016

Vargas Llosa, la última conciencia de nuestro tiempo





Una sola vez he visto de cerca a Vargas Llosa.
Él había salido de uno de los salones de la feria del libro, después de presentar al público La tentación de lo imposible (un ensayo sobre Los Miserables de Victor Hugo); había dejado yo a Rosa Montero después de una entrevista sobre La loca de la casa (¿o habrá sido sobre Historia del rey transparente?, ya no recuerdo). Lo cierto es que vi al arequipense y fui tras él. Lo seguí guardando cierta distancia para no despertar su inquietud. Caminaba firme —vestido con un traje impecable— por entre los pasillos de estantes de las editoriales y sin nadie que lo acompañara. Su cuerpo parecía romper el aire a su paso, y ese aire que yo respiraba me llevó hacia un largo camino: fui a la adolescencia y recordé el primer libro leído del escritor peruano.




En una feria municipal del libro en Zapotlán, en otro tiempo, me enfrenté a las historias de Los cachorros, y después de una tarde increíble bajo la sombra de un árbol, no dejé de leer cada una de sus obras ya para siempre, que fueron creciendo en número con los años.

En ese mismo instante recordé la descripción de Vargas Llosa que hiciera José Emilio Pacheco en ocasión de una visita a la Ciudad de México en 1962—y siendo aún un autor completamente desconocido en todas partes—, cuando Vargas Llosa ganaría con La ciudad y los perros (publicado en 1963) el Premio Biblioteca Breve (Seix Barral) y se convertiría en una celebridad.

Mi generación había nacido y crecido a la par con la fama y la primera gran obra del autor. Nuestra admiración era —y es— indiscutible. Vargas Llosa nos había mostrado un nuevo camino y una forma nueva de narrar.

Y yo lo seguía por los caminos de libros, evadiendo a la gente. En dado momento ya no pude guardar la distancia: entró al stand de editorial Planeta y buscó, entre los anaqueles, sus propias obras. Eligió tres y sacó su tarjeta de banco. Ya en ese instante nuestra cercanía era más que evidente y entonces se giró para verme de frente. Me miró, sí. Quedaron nuestras vistas fijas a unos metros de distancia. Le sonreí y él hizo lo mismo. Nuestro encuentro se interrumpió: el gerente en turno le regresaba su tarjeta al tiempo que le indicaba que no podían cobrarle los libros. Vargas Llosa se rehusó, pero finalmente guardó silencio y aceptó el obsequio de su propia editorial.

En ese año ignoraba yo su interés por Medio Oriente (y sus perennes conflictos) y, particularmente, sobre Israel; lo supe y desde entonces he leído —en los últimos años—la mayoría de artículos publicados, sobre todo, en el diario español El País. En cambio, le oí decir en cierto momento ese diciembre de 2004, en aquel stand de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara:
—Un amigo viene de lejos y deseo darle mis libros…
Quizás al salir buscó de nuevo mi mirada; sin embargo, yo había huido del lugar…

LO CLÁSICO PERMANECE, DURA

Mario Vargas Llosa muestra, aún, la virtud y el defecto que otros narradores han abandonado desde hace ya bastante tiempo: mirar a la sociedad conflictiva de América Latina. En esta permanencia se diferencia de autores como Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, quienes en un determinado tiempo permanecieron y actuaron con una similar visión de su continente y, en cada caso, de su propio país de origen.

            Los casos de García Márquez y Fuentes, ahora son distintos, pues éstos se han despegado de la temática de la vida sociopolítica latinoamericana y se han hundido en temas distantes y, por ende, distintos. El narrador colombiano ha continuado por un camino muy conocido por él mismo, ese que describe asuntos anecdóticos y, podríamos decir, extravagantes pero que siguen a un lenguaje y unos temas abordados ya por el propio autor. Amores de viejos y ancianos que se acuestan con niñas y, también, asuntos más propios de esos escritores noveles, los temas escatológicos y de putas.

Por su parte Fuentes, desde hace ya un par de décadas, ha buscado caminos de moda entre escritores de una cierta edad y una época. Lo mismo va hacia el vampirismo que habla de la Diana cazadora. Sin embargo, Vargas Llosa, que también hará veinticinco años tuvo algunos malos pasos al abordar temáticas de moda, como el erotismo en los viejos (Elogio de la madrastra, 1988), luego se ha vuelto hacia las temáticas que le vieron surgir hacia finales de los años cincuenta y que con su enormísima novela, La ciudad y los perros, logró incluso hacer uno de los primeros bestsellers del castellano de Latinoamérica.

Por fortuna —y a tiempo—, Vargas Llosa volvió al redil de su camino y, desde hace ya varias obras novelísticas, ha revisado y criticado la condición político social de nuestro continente, con insuperables críticas que le han convertido, desde el comienzo de su carrera literaria, en un escritor con una fortalecida ética y una mordaz visión sobre la comedia humana de los países latinoamericanos que, al parecer, en esta época de bicentenarios independentistas, ofrecen fisonomías muy ligados a otros tiempos en los cuales las dictaduras regían y aplastaban a nuestras sociedades.

Nada más actual, entonces, que la escritura de Vargas Llosa en estos tiempos aciagos y corrompidos en su gobiernos y hasta en sus bases. Muy a la manera de uno de sus modelos literarios, Mario Vargas Llosa se ha convertido en el Balzac no únicamente del Perú, sino de todo nuestro continente. Nunca como hoy es necesaria la crítica social, pues si bien es cierto que una novela no derroca gobiernos, sí en cambio logra hacer mella en las conciencias de quienes leen a este escritor quien, como todos sabemos, es Premio Nobel de Literatura.


Libros como Desafíos a la libertad (1994), La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996), El lenguaje de la pasión (2001), La tentación de lo imposible, ensayo sobre Los Miserables de Victor Hugo (2004), El viaje a la ficción, ensayo sobre Juan Carlos Onetti (2008), nos revelan a un autor comprometido con las sociedades más desprotegidas, volviéndolo un clásico y una conciencia de nuestro apresurado tiempo.

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