Una
sola vez he visto de cerca a Vargas Llosa.
Él había salido
de uno de los salones de la feria del libro, después de presentar al público La tentación de lo imposible (un ensayo
sobre Los Miserables de Victor Hugo);
había dejado yo a Rosa Montero después de una entrevista sobre La loca de la casa (¿o habrá sido sobre Historia del rey transparente?, ya no
recuerdo). Lo cierto es que vi al arequipense y fui tras él. Lo seguí guardando
cierta distancia para no despertar su inquietud. Caminaba firme —vestido con un
traje impecable— por entre los pasillos de estantes de las editoriales y sin
nadie que lo acompañara. Su cuerpo parecía romper el aire a su paso, y ese aire
que yo respiraba me llevó hacia un largo camino: fui a la adolescencia y
recordé el primer libro leído del escritor peruano.
En una feria
municipal del libro en Zapotlán, en otro tiempo, me enfrenté a las historias de
Los cachorros, y después de una tarde
increíble bajo la sombra de un árbol, no dejé de leer cada una de sus obras ya
para siempre, que fueron creciendo en número con los años.
En ese mismo
instante recordé la descripción de Vargas Llosa que hiciera José Emilio Pacheco
en ocasión de una visita a la Ciudad de México en 1962—y siendo aún un autor
completamente desconocido en todas partes—, cuando Vargas Llosa ganaría con La ciudad y los perros (publicado en
1963) el Premio Biblioteca Breve (Seix Barral) y se convertiría en una
celebridad.
Mi generación
había nacido y crecido a la par con la fama y la primera gran obra del autor.
Nuestra admiración era —y es— indiscutible. Vargas Llosa nos había mostrado un
nuevo camino y una forma nueva de narrar.
Y yo lo seguía
por los caminos de libros, evadiendo a la gente. En dado momento ya no pude
guardar la distancia: entró al stand de editorial Planeta y buscó, entre los
anaqueles, sus propias obras. Eligió tres y sacó su tarjeta de banco. Ya en ese
instante nuestra cercanía era más que evidente y entonces se giró para verme de
frente. Me miró, sí. Quedaron nuestras vistas fijas a unos metros de distancia.
Le sonreí y él hizo lo mismo. Nuestro encuentro se interrumpió: el gerente en
turno le regresaba su tarjeta al tiempo que le indicaba que no podían cobrarle
los libros. Vargas Llosa se rehusó, pero finalmente guardó silencio y aceptó el
obsequio de su propia editorial.
En ese año
ignoraba yo su interés por Medio Oriente (y sus perennes conflictos) y,
particularmente, sobre Israel; lo supe y desde entonces he leído —en los
últimos años—la mayoría de artículos publicados, sobre todo, en el diario
español El País. En cambio, le oí
decir en cierto momento ese diciembre de 2004, en aquel stand de la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara:
—Un amigo viene
de lejos y deseo darle mis libros…
Quizás al salir
buscó de nuevo mi mirada; sin embargo, yo había huido del lugar…
LO CLÁSICO PERMANECE, DURA
Mario
Vargas Llosa muestra, aún, la virtud y el defecto que otros narradores han
abandonado desde hace ya bastante tiempo: mirar a la sociedad conflictiva de
América Latina. En esta permanencia se diferencia de autores como Gabriel
García Márquez y Carlos Fuentes, quienes en un determinado tiempo permanecieron
y actuaron con una similar visión de su continente y, en cada caso, de su propio
país de origen.
Los casos de García Márquez y
Fuentes, ahora son distintos, pues éstos se han despegado de la temática de la
vida sociopolítica latinoamericana y se han hundido en temas distantes y, por
ende, distintos. El narrador colombiano ha continuado por un camino muy
conocido por él mismo, ese que describe asuntos anecdóticos y, podríamos decir,
extravagantes pero que siguen a un lenguaje y unos temas abordados ya por el
propio autor. Amores de viejos y ancianos que se acuestan con niñas y, también,
asuntos más propios de esos escritores noveles, los temas escatológicos y de
putas.
Por
su parte Fuentes, desde hace ya un par de décadas, ha buscado caminos de moda
entre escritores de una cierta edad y una época. Lo mismo va hacia el vampirismo
que habla de la Diana cazadora. Sin
embargo, Vargas Llosa, que también hará veinticinco años tuvo algunos malos
pasos al abordar temáticas de moda, como el erotismo en los viejos (Elogio de la madrastra, 1988), luego se
ha vuelto hacia las temáticas que le vieron surgir hacia finales de los años
cincuenta y que con su enormísima novela, La
ciudad y los perros, logró incluso hacer uno de los primeros bestsellers del
castellano de Latinoamérica.
Por
fortuna —y a tiempo—, Vargas Llosa volvió al redil de su camino y, desde hace
ya varias obras novelísticas, ha revisado y criticado la condición político
social de nuestro continente, con insuperables críticas que le han convertido,
desde el comienzo de su carrera literaria, en un escritor con una fortalecida
ética y una mordaz visión sobre la comedia humana de los países
latinoamericanos que, al parecer, en esta época de bicentenarios
independentistas, ofrecen fisonomías muy ligados a otros tiempos en los cuales
las dictaduras regían y aplastaban a nuestras sociedades.
Nada
más actual, entonces, que la escritura de Vargas Llosa en estos tiempos aciagos
y corrompidos en su gobiernos y hasta en sus bases. Muy a la manera de uno de
sus modelos literarios, Mario Vargas Llosa se ha convertido en el Balzac no
únicamente del Perú, sino de todo nuestro continente. Nunca como hoy es
necesaria la crítica social, pues si bien es cierto que una novela no derroca
gobiernos, sí en cambio logra hacer mella en las conciencias de quienes leen a
este escritor quien, como todos sabemos, es Premio Nobel de Literatura.
Libros
como Desafíos a la libertad (1994), La utopía arcaica. José María Arguedas y las
ficciones del indigenismo (1996), El
lenguaje de la pasión (2001), La
tentación de lo imposible, ensayo sobre Los Miserables de Victor Hugo
(2004), El viaje a la ficción, ensayo
sobre Juan Carlos Onetti (2008), nos revelan a un autor comprometido con
las sociedades más desprotegidas, volviéndolo un clásico y una conciencia de
nuestro apresurado tiempo.
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