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viernes, 25 de noviembre de 2016

Muerte sin fin y la poesía de largo aliento


 



Es el tiempo de Dios que aflora un día, que cae, nada más, madura, ocurre, para tornar mañana por sorpresa en un estéril repetirse inédito…
JOSÉ GOROSTIZA



No deberíamos desdeñar, después de que se han cumplido setenta años de la aparición de Muerte sin fin (15 de diciembre de 1939), de José Gorostiza, la firme tradición mexicana del poema de largo aliento, que ha dado hilo conductor a una inmensa tradición que viene desde Netzahualcóyotl y hasta el más reciente nombre impreso en letras de molde, hace algunos días. El conjunto ofrece —sin importar sus cualidades incomparables— a esta parte del mundo una imagen de manantial, casi inagotable, de frescas aguas cristalinas que forman muchas veces débiles y humildes líneas en los montes saturados de sol, y otras que corren de manera impetuosa, devastando sus propios linderos.





Muerte sin fin es el centro de nuestra tradición mexicana respecto a la poesía arquitectónica, cuya edificación se sostiene en la endeble estructura del lenguaje, pero otorga lustre no sólo al español hablado en México, sino a toda la vida del castellano desde sus orígenes. A lo largo de casi cuatro siglos, los poetas mexicanos han logrado conformar al menos 17 extraordinarios textos largos, a saber (salvando olvidos y errores, fáciles de tachar o agregar, según sea el caso): Grandeza mexicana (1604, Bernardo de Balbuena); El Bernardo, o Victoria de Roncesvalles (1624, Bernardo de Balbuena); Primero sueño (1685, Sor Juana Inés de la Cruz); Ante un cadáver (1868, Manuel Acuña); La suave patria (1921, Ramón López Velarde); Muerte sin fin (1939, José Gorostiza); Canto a un dios mineral (1942, Jorge Cuesta); Perseo vencido (1948, Gilberto Owen); Segundo sueño (1948, Bernardo Ortiz de Montellano); Piedra de sol (1957, Octavio Paz); Mirándola dormir (1964, Homero Aridjis); Cada cosa es Babel (1966, Eduardo Lizalde); El reposo del fuego (1966, José Emilio Pacheco); Anagnósisis (1967, Tomás Segovia); Algo sobre la muerte del Mayor Sabines (1973, Jaime Sabines); Pasado en claro (1975, Octavio Paz); La oruga (1980, Ricardo Castillo) e Incurable (1987, David Huerta), cuyas formas se entrelazan con algunas de las más logradas obras realizadas en toda Hispanoamérica, donde quizás el punto de partida fue el Cantar del Mio Cid, cuyo autor es anónimo y su fecha de composición se aproxima a los alrededores del año 1200 de nuestra era.


Centro sin fin


A riesgo de ser sancionados por los críticos más severos, debemos decir que los tres poemas más importantes que se han escrito en México bien podrían ser Primero sueño, de Sor Juana; Muerte sin fin, de Gorostiza y Piedra de sol, de Octavio Paz. Entre el primero y el segundo distan al menos poco más de doscientos años; del segundo al tercero, apenas dieciocho. Del primero al tercero suman doscientos setenta y dos años justos. Sin embargo, sus vasos comunicantes lindan en muchas formas, pero no hay duda de que los tres textos son los cimientos de nuestra poesía nacional.

Cada uno de los poemas responde a las exigencias del tiempo físico de cada uno de sus autores, y se entrelazan por la fuerza de un mismo imán: fueron escritos en el territorio de la capital mexicana, en un espacio y un tiempo determinados; lenguaje y situación; ambiente y forma. Temas y situaciones históricas los diferencian y, a la vez, los unen.

Ninguno de los tres resulta inicio o fin de algo, porque su compromiso es el fluir, y de ese río de aguas del lenguaje se ha conformado, de alguna manera, y estamos formados y ya nos han vuelto forma y fijeza. Ya son parte de nuestra tradición y de una tradición poética que, vale decirlo, no tiene tiempo de caducidad.

Es Muerte sin fin, para muchos, centro del centro que concentra, pues al atraer el primer gran poema escrito en el Nuevo Mundo, el de Sor Juana, Gorostiza vuelve a dar movimiento a la tradición humana del canto y la danza de las palabras, del lenguaje. Es, no hay duda, el poema gorostiziano punto nodal entre un pasado lejano y nuestro presente. Es, a un modo, centro del tiempo que nos nutre y nos mata, sin acabarnos nunca de lapidar…

Ya desde su aparición en 1939, el poema llamó la atención de las inteligencias de su tiempo, y así, Jorge Cuesta le dedica un ensayo primero en el que nos recuerda, para comenzar, que el texto tuvo la fortuna de encontrar a un editor, cuyo nombre es menester ahora recordarlo, pues en la actualidad pocos son quienes le apuestan a imprimir libros de poemas y, menos se arriesgan a editar obras que son en verdad una novedad dentro de la pobre cultura de nuestro país.
Fue Rafael Loera y Chávez quien se asomó a esta Muerte sin fin y la dio a conocer a la luz pública; y el 18 de diciembre (apenas unos días después de haberse editado el poema), en Noticias Gráficas, ya Jorge Cuesta mencionaba las bondades de este poema de largo aliento, arquitectónico y deslumbrante. Cuesta lo define como una “indagación angustiosa del alma”. Y precisa: “…es un poema dramático interior que no alude a la alegoría ni a la acción…”, y lo fija como un texto “místico”.

Octavio Paz, doce años después, en junio de 1951, lo definiría como un “himno fúnebre”, donde en su primera parte “asistimos a la creación y muerte de Dios”. Y en la segunda “se repite la misma operación alucinante, sólo que ahora no es Dios, sino la criatura, quien se contempla y cae…”. En todo caso el poema recuerda la caída del hombre, del ser humano. “La caída en sí misma de la conciencia y su Dios”, a decir del Premio Nobel mexicano.

Una voz justa


Ya José Joaquín Blanco, en su Crónica de la poesía mexicana describió en un breve párrafo algunas de las versiones sobre la factura de Muerte sin fin, pero la más socorrida es aquella que narra que Gorostiza, después de haber publicado su primer libro, Canciones para cantar en las barcas (1925), guardó silencio y en una tarea de artesano se propuso confeccionar este poema que, a diferencia de sus poemas anteriores, resultó un poema mayor. Paz lo dice de esta manera: “…es el fruto de catorce años de silencio y unas cuantas noches de fiebre”, pero bien podría decirse de otra manera: este poema surgió de un salto mortal de un tiempo sin tiempo, para ganar el tiempo, pues de acuerdo nuevamente con Paz, Muerte sin fin “ha sido conseguida a través de muchos sacrificios y abstenciones, pero también gracias a la lucidez de un instinto poético que siempre ha sabido escoger el momento irrepetible de la auténtica inspiración”, y para muchos (como para mí), la inspiración es gracia, es milagro, es una forma de arrojo feliz que, de pronto, gracias a la inteligencia se vuelve un sencillo desliz entre la convivencia mortal de estar con Dios y con el diablo.

La poesía anterior a este enorme poema proviene, a mi entender, de un estado de casi inocencia sin inocencia, es decir, de la pericia de la palabra justa y el acierto de la brevedad. Pero en realidad, si leemos el poema mayor de Gorostiza con detenimiento, se podría declarar, pese a su extensión, que se trata de un poema breve, de un texto que dice más en sus silencios que en sus palabras dichas. Existe el acierto en cada frase y en cada elección. El mundo verbal de Muerte sin fin nos habla de la enorme grandeza no sólo del propio poema, sino de la capacidad de resonancia del propio poeta. Hay que decir que José Gorostiza es un poeta mayor y que se debería escribir siempre la palabra.

Poeta, en su caso, con inicial mayúscula, al igual que se debería hacer —con toda honestidad— con Sor Juana Inés de la Cruz y con Octavio Paz. Son, quienes resultan, me atrevo a decirlo, nuestros más grandes poetas en español de México. Son las columnas vertebrales que sostienen nuestra tradición y, a la vez, quienes han roto la misma tradición para convertir a nuestra poesía en un territorio original y fértil —re-inauguran, a fin de cuentas, este Nuevo Mundo construido únicamente de lenguaje.


La poesía es ante todo un movimiento telúrico e irracional, pero en este caso, se advierte en la lectura del poema de Gorostiza es un fruto de la inteligencia, una de las más altas que nuestro pensamiento mexicano ha tenido a lo largo de este pasado siglo XX, se empata, de alguna manera (y en innumerables ocasiones se ha escrito sobre el tema) con el poema de Sor Juana Inés de la Cruz, pero es, como se ha dicho, el poema de la Décima Musa una guión visual (que bien se podría filmar como película), pero el texto escrito por el rapsoda tabasqueño es una indagación filosófica donde lo mental (sin menguar lo lírico) se ha inclinado hacia lo más profundo de la tradición humanista, muy cercano al movimiento filosófico heideggeriano, y un triunfo del espíritu para la Poesía en castellano.

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