Es
el tiempo de Dios que aflora un día, que cae, nada más, madura, ocurre, para
tornar mañana por sorpresa en un estéril repetirse inédito…
JOSÉ GOROSTIZA
No
deberíamos desdeñar, después de que se han cumplido setenta años de la
aparición de Muerte sin fin (15 de
diciembre de 1939), de José Gorostiza, la firme tradición mexicana del poema de
largo aliento, que ha dado hilo conductor a una inmensa tradición que viene
desde Netzahualcóyotl y hasta el más reciente nombre impreso en letras de
molde, hace algunos días. El conjunto ofrece —sin importar sus cualidades
incomparables— a esta parte del mundo una imagen de manantial, casi inagotable,
de frescas aguas cristalinas que forman muchas veces débiles y humildes líneas
en los montes saturados de sol, y otras que corren de manera impetuosa,
devastando sus propios linderos.
Muerte sin fin es el centro de nuestra tradición
mexicana respecto a la poesía arquitectónica, cuya edificación se sostiene en
la endeble estructura del lenguaje, pero otorga lustre no sólo al español
hablado en México, sino a toda la vida del castellano desde sus orígenes. A lo
largo de casi cuatro siglos, los poetas mexicanos han logrado conformar al
menos 17 extraordinarios textos largos, a saber (salvando olvidos y errores,
fáciles de tachar o agregar, según sea el caso): Grandeza mexicana (1604,
Bernardo de Balbuena); El Bernardo, o Victoria de Roncesvalles (1624, Bernardo
de Balbuena); Primero sueño (1685, Sor Juana Inés de la Cruz); Ante un cadáver
(1868, Manuel Acuña); La suave patria (1921, Ramón López Velarde); Muerte sin
fin (1939, José Gorostiza); Canto a un dios mineral (1942, Jorge Cuesta);
Perseo vencido (1948, Gilberto Owen); Segundo sueño (1948, Bernardo Ortiz de
Montellano); Piedra de sol (1957, Octavio Paz); Mirándola dormir (1964, Homero
Aridjis); Cada cosa es Babel (1966, Eduardo Lizalde); El reposo del fuego
(1966, José Emilio Pacheco); Anagnósisis (1967, Tomás Segovia); Algo sobre la
muerte del Mayor Sabines (1973, Jaime Sabines); Pasado en claro (1975, Octavio
Paz); La oruga (1980, Ricardo Castillo) e Incurable (1987, David Huerta), cuyas
formas se entrelazan con algunas de las más logradas obras realizadas en toda
Hispanoamérica, donde quizás el punto de partida fue el Cantar del Mio Cid,
cuyo autor es anónimo y su fecha de composición se aproxima a los alrededores
del año 1200 de nuestra era.
Centro sin fin
A
riesgo de ser sancionados por los críticos más severos, debemos decir que los
tres poemas más importantes que se han escrito en México bien podrían ser Primero sueño, de Sor Juana; Muerte sin fin, de Gorostiza y Piedra de sol, de Octavio Paz. Entre el
primero y el segundo distan al menos poco más de doscientos años; del segundo
al tercero, apenas dieciocho. Del primero al tercero suman doscientos setenta y
dos años justos. Sin embargo, sus vasos comunicantes lindan en muchas formas,
pero no hay duda de que los tres textos son los cimientos de nuestra poesía
nacional.
Cada uno de los
poemas responde a las exigencias del tiempo físico de cada uno de sus autores,
y se entrelazan por la fuerza de un mismo imán: fueron escritos en el
territorio de la capital mexicana, en un espacio y un tiempo determinados;
lenguaje y situación; ambiente y forma. Temas y situaciones históricas los
diferencian y, a la vez, los unen.
Ninguno de los
tres resulta inicio o fin de algo, porque su compromiso es el fluir, y de ese
río de aguas del lenguaje se ha conformado, de alguna manera, y estamos
formados y ya nos han vuelto forma y fijeza. Ya son parte de nuestra tradición
y de una tradición poética que, vale decirlo, no tiene tiempo de caducidad.
Es Muerte sin
fin, para muchos, centro del centro que concentra, pues al atraer el primer
gran poema escrito en el Nuevo Mundo, el de Sor Juana, Gorostiza vuelve a dar
movimiento a la tradición humana del canto y la danza de las palabras, del
lenguaje. Es, no hay duda, el poema gorostiziano punto nodal entre un pasado
lejano y nuestro presente. Es, a un modo, centro del tiempo que nos nutre y nos
mata, sin acabarnos nunca de lapidar…
Ya desde su
aparición en 1939, el poema llamó la atención de las inteligencias de su
tiempo, y así, Jorge Cuesta le dedica un ensayo primero en el que nos recuerda,
para comenzar, que el texto tuvo la fortuna de encontrar a un editor, cuyo
nombre es menester ahora recordarlo, pues en la actualidad pocos son quienes le
apuestan a imprimir libros de poemas y, menos se arriesgan a editar obras que
son en verdad una novedad dentro de la pobre cultura de nuestro país.
Fue Rafael
Loera y Chávez quien se asomó a esta Muerte
sin fin y la dio a conocer a la luz pública; y el 18 de diciembre (apenas
unos días después de haberse editado el poema), en Noticias Gráficas, ya Jorge Cuesta mencionaba las bondades de este
poema de largo aliento, arquitectónico y deslumbrante. Cuesta lo define como
una “indagación angustiosa del alma”. Y precisa: “…es un poema dramático
interior que no alude a la alegoría ni a la acción…”, y lo fija como un texto
“místico”.
Octavio Paz,
doce años después, en junio de 1951, lo definiría como un “himno fúnebre”,
donde en su primera parte “asistimos a la creación y muerte de Dios”. Y en la
segunda “se repite la misma operación alucinante, sólo que ahora no es Dios,
sino la criatura, quien se contempla y cae…”. En todo caso el poema recuerda la
caída del hombre, del ser humano. “La caída en sí misma de la conciencia y su
Dios”, a decir del Premio Nobel mexicano.
Una voz justa
Ya
José Joaquín Blanco, en su Crónica de la
poesía mexicana describió en un breve párrafo algunas de las versiones
sobre la factura de Muerte sin fin, pero la más socorrida es aquella que narra
que Gorostiza, después de haber publicado su primer libro, Canciones para cantar en las barcas (1925), guardó silencio y en
una tarea de artesano se propuso confeccionar este poema que, a diferencia de
sus poemas anteriores, resultó un poema mayor. Paz lo dice de esta manera: “…es
el fruto de catorce años de silencio y unas cuantas noches de fiebre”, pero
bien podría decirse de otra manera: este poema surgió de un salto mortal de un
tiempo sin tiempo, para ganar el tiempo, pues de acuerdo nuevamente con Paz, Muerte sin fin “ha sido conseguida a
través de muchos sacrificios y abstenciones, pero también gracias a la lucidez
de un instinto poético que siempre ha sabido escoger el momento irrepetible de
la auténtica inspiración”, y para muchos (como para mí), la inspiración es
gracia, es milagro, es una forma de arrojo feliz que, de pronto, gracias a la
inteligencia se vuelve un sencillo desliz entre la convivencia mortal de estar
con Dios y con el diablo.
La poesía
anterior a este enorme poema proviene, a mi entender, de un estado de casi
inocencia sin inocencia, es decir, de la pericia de la palabra justa y el
acierto de la brevedad. Pero en realidad, si leemos el poema mayor de Gorostiza
con detenimiento, se podría declarar, pese a su extensión, que se trata de un
poema breve, de un texto que dice más en sus silencios que en sus palabras
dichas. Existe el acierto en cada frase y en cada elección. El mundo verbal de Muerte sin fin nos habla de la enorme
grandeza no sólo del propio poema, sino de la capacidad de resonancia del
propio poeta. Hay que decir que José Gorostiza es un poeta mayor y que se
debería escribir siempre la palabra.
Poeta, en su
caso, con inicial mayúscula, al igual que se debería hacer —con toda
honestidad— con Sor Juana Inés de la Cruz y con Octavio Paz. Son, quienes
resultan, me atrevo a decirlo, nuestros más grandes poetas en español de
México. Son las columnas vertebrales que sostienen nuestra tradición y, a la
vez, quienes han roto la misma tradición para convertir a nuestra poesía en un
territorio original y fértil —re-inauguran, a fin de cuentas, este Nuevo Mundo
construido únicamente de lenguaje.
La poesía es
ante todo un movimiento telúrico e irracional, pero en este caso, se advierte
en la lectura del poema de Gorostiza es un fruto de la inteligencia, una de las
más altas que nuestro pensamiento mexicano ha tenido a lo largo de este pasado
siglo XX, se empata, de alguna manera (y en innumerables ocasiones se ha
escrito sobre el tema) con el poema de Sor Juana Inés de la Cruz, pero es, como
se ha dicho, el poema de la Décima Musa una guión visual (que bien se podría
filmar como película), pero el texto escrito por el rapsoda tabasqueño es una
indagación filosófica donde lo mental (sin menguar lo lírico) se ha inclinado hacia
lo más profundo de la tradición humanista, muy cercano al movimiento filosófico
heideggeriano, y un triunfo del espíritu para la Poesía en castellano.
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