domingo, 6 de noviembre de 2016

La muerte como recurrencia




A Juan Domingo Argüelles

Ay, muerte tan rigurosa,
déjame vivir un día…
Romance


Constancia de la muerte

A esta hora, en algún extremo del territorio mexicano alguien muere. Y esa muerte, por anónima que sea, no quedará, por así decirlo, en el olvido. Un trovador rural, un poeta no sin celebridad (aunque sea en la misma ranchería) rasga las cuerdas de su guitarra y compone un corrido. Esa canción hará que una muerte sin sentido, sin aparente importancia, se guarde en la memoria mientras alguien cante los octosílabos en el papel escritos. Esa muerte, pues, no será una que se olvide: mientras una solitaria voz vernácula trove esos versos —en una apartada loma llena de ocotes, y bajo siempre una brillante luz de luna—, el difunto seguirá vivo.

Con seguridad así comenzaron los corridos de “El hijo desobediente”, o “La muerte de Lino Zamora” —recopilados por Vicente T. Mendoza en su libro Corridos mexicanos [FCE, 1954]—, ahora para nosotros célebres e inolvidables. De un acontecimiento hasta en ese momento aislado, o de una simple ocurrencia de poetas para algunos improvisados, o para otros con una educación rigurosísima en la versificación, han nacido piezas de gran importancia literaria. El Cancionero mexicano, el que corresponde a los corridos —casi siempre de autores anónimos— ha venido a corresponder a la tradición legada de los romances españoles.




Quién duda, entonces, de la importancia de nuestra cultura nacida del pueblo. La cultura popular, de la que se describe plenamente nuestra identidad, la llamada idiosincrasia nace de la gente del pueblo y después los artistas educados la han tomado para crear —recrear— obras maestras en todas las ramas de arte mayor.

No es un accidente, pues, que uno de nuestros poetas mayores, como lo es Xavier Villaurrutia, hubiera titulado uno de sus libros Nostalgia de la muerte [Teatro y poesía completa de Xavier Villaurrutia, FCE, 1953], así el tema de la muerte en Villaurrutia sea de distinta índole, según Octavio Paz en Xavier Villaurrutia en persona y en obra [FCE, 1978] (“No creo que su tema haya sido la muerte, al menos exclusivamente. Y no lo creo, a pesar de lo que él dice y de lo que así declara el título de su libro, porque en esos poemas el tema de la muerte está asociado estrechamente al del sueño y ambos a la noche.”), por mencionar sólo un ejemplo —puesto que la poesía mexicana culta y popular está íntimamente ligada al tema de la muerte, recordemos únicamente el apartado de ‘Funeraria’ de Mil y un sonetos mexicanos [Recopilador Salvador Novo, Editorial Porrúa, 1963], que hace un enorme recorrido con obra de poetas nacidos desde 1683 (Juan Villa y Sánchez), hasta otro nacido en 1939 (José Emilio Pacheco)—, ni que Guadalupe Posada tomara como su principal tema la muerte —la calavera— en sus grabados.

Recordatorio de la muerte (retablos de la memoria)
La danza macabra

En San Miguel de Allende me tocó presenciar (en 1987) los festejos de la Semana Santa. Por las calles que bordean la Plaza de Armas vi, no sin asombro, parte del convite, del carnaval.
Máscaras y disfraces. Baile y música. Religiosidad y descaro. Vida pública y anonimato. Orgía y desencanto. Acercamiento y lejanía. El espectáculo recordaba, más que a la obra de Posada (que es, por decirlo de alguna manera, emblemática y festiva), a la de José Clemente Orozco que es más apocalíptica y terriblista.

El juego popular que presencié, me recordó, también, La danza macabra de Juan Holbein el Joven.

El espectáculo me hizo huir. Corrí entre la muchedumbre hasta llegar a la casa en donde me hospedaba. En el callejón me senté en la banqueta y comencé a llorar.

Años después, al leer las palabras de Paul Westheim [La calavera, FCE, 1983] que describe los motivos de la obra (“La danza macabra hace pensar en la muerte a los que viven despreocupados, sin pensar en su salvación, entregados al juego de las pasiones terrenales...”), pude entender el acontecimiento.

Visión pasajera de la muerte

Camino a la Ciudad de México vimos, en el borde de la carretera, un funeral. Cuatro hombres de extracción humilde cargaban un ataúd. Vestían de negro. Una larga hilera de gente los seguía. Las mujeres, que eran muchas, traían en sus brazos alcatraces y margaritas, y en sus labios cantos. Lloraban y cantaban. Festejaban —nos pareció así— y lamentaban la muerte. Las lágrimas en sus rostros nos mostraban su dolor. Mas en sus cantos estaba, de algún modo, la alegría: contradicción. Escuché, en aquella ocasión, canciones que no he vuelto a oír jamás.

Seguimos el féretro por algún tiempo; luego los perdimos en un recodo de la carretera. Les recordé a mis acompañantes, los funerales a los que asistí en la infancia. Traje a mí sobre todo el funeral de un “angelito” y los acontecimientos ocurridos. Los recuerdo ahora, otra vez, después de muchos años...

El cirio y la muerte

En 1981 la Sep-Fonapas editó un libro a la vez hermoso y terrible: Niños. Hermoso porque nos recuerda la infancia, desde la época prehispánica hasta nuestros días. Y terrible por algunas fotografías, pinturas y retablos de niños muertos. En este libro hay una fotografía [de Lázaro Blanco] que me sorprende y me duele. Me recuerda la muerte prematura de amigos de la infancia. Me atrevo a describirla:

Entra, desde el fondo del cuarto vacío, hasta elevar los pies del hombre que mira de pie el féretro, la débil luz de una claraboya. No es la única luz en la vacía estancia: hay en el extremo, muy cerca de nuestra mirada, la flama de un único cirio. Parece que esa llamita albeara aún más la blanca tela con la que se cubre el joven difunto. Su oscurecido rostro apenas se ve, no porque no exista, sino que la oscuridad de su muerte se hace visible. Más que un muerto parece un dormido. Su silencio es rotundo. El hombre deja caer su mirada. El que parece que duerme ya no sabe que lo miran. El hombre junta sus manos, en señal de dolor. Su dolor comienza en su alborotada cabellera. Quizá acaba de despertar. Su cabello se eleva de extraña forma y hace que la cabeza tenga un tamaño singular: redonda y triangular a la vez. Nada se oye, sólo la flama que se dibuja con cierta perfección y nombra el silencio. Pero, ¿dice algo el silencio? El cirio se vuelve a iluminar los cuerpos y nada se escucha..., sino el dolor.

Cuando la muerte nos sorprenda, habremos reído

Estaba la Muerte un día
sentada en un arenal,
comiendo tortilla fría
pa ver si podía engordar.
Canción popular

Las calaveras de Posada están estrechamente ligadas a los corridos. Y podría decirse que también al periodismo, sobre todo a la llamada nota roja. Sin embargo, contrario al patetismo y morbo que crea la nota roja, las calaveras de Posada reflejan un fino humor que llega a la ironía, al sarcasmo, a la inteligencia.

Algunos historiadores, como es el caso de Rafael Carrillo [Posada y el grabado mexicano, Editorial Panorama, 1987], han aludido que los orígenes de su obra se enclavan en la cultura prehispánica, sin embargo, Carlos Monsiváis en el prólogo a Ustedes les consta [Editorial Era, 1980], nos dice que “sus calaveras no remiten a instintos ancestrales sino al uso magistral de las convenciones de época”. Posada —también lo dice Monsivásis— no pretende horrorizar, sino divertir.

Contrario al sentimiento que causó en Europa su obra (según nos cuenta Paul Westhim en su libro La calavera), a nosotros no hacen reír. Compartimos su humor y sus figuras ahora forman parte de nuestra forma de ser. En el libro La calavera, hay una foto que nos describe con perfección la manera en que hemos asimilado a Posada y su obra: en ésta, están los hijos (muy pequeños) de Alberto Gironella con una calavera mariachi, su risa, que no temor ni espanto, reflejan plenamente cómo nos ha hecho reír la muerte, y que antes que llegue, habremos disfrutado de su compañía.

La que narra es la muerte

Mi madre, cuando yo era un niño, me narró una historia que le había contado mi abuela cuando niña. La disfruté con verdadero placer y temor. Cuando cumplí veinticinco años leí la obra completa de B. Traven. Macario, esa deliciosa novelita que aún se deja leer, narraba el mismo acontecimiento.

Mi madre no sabe leer. Mi abuela no sabía leer. ¿Quién le contó a mi abuela ese argumento?, lo ignoro. Sin embargo, no deja de sorprenderme que la supiera y que B. Traven ya la hubiera escrito.

Ignoro si la historia es del dominio popular.

Épica de la muerte

Vicente T. Mendoza confiere al corrido un carácter épico-lírico-narrativo. Es, además, agreguemos, la forma poética que mayoritariamente penetra en nuestras clases populares. Por los corridos muchos de nosotros nos hemos enterado de la historia nacional, de los hechos violentos del narcotráfico, de grandes amores y de las tragedias. Cantados por Chalino Sánchez, por Los Tigres del Norte o por Los Alegres de Terán y Las Jilguerillas, los corridos corresponden a nuestra poesía más popular. ¿Es acaso el arte popular con el que más nos identificamos?, o ¿es acaso que a partir de la cultura popular existe y se forma nuestro carácter?


Lo que no logra en gran medida el arte culto, los libros en general, lo logran unos versos cantados a media noche en la ciudad o en el campo.

1 comentario:

  1. Amigo Pazarin, lo felicito por este enorme estudio de la muerte y por sus fuentes. Un abrazo

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