A
Juan Domingo Argüelles
Ay, muerte tan
rigurosa,
déjame vivir un día…
Romance
Constancia de la
muerte
A esta hora, en algún extremo del
territorio mexicano alguien muere. Y esa muerte, por anónima que sea, no
quedará, por así decirlo, en el olvido. Un trovador rural, un poeta no sin
celebridad (aunque sea en la misma ranchería) rasga las cuerdas de su guitarra
y compone un corrido. Esa canción hará que una muerte sin sentido, sin aparente
importancia, se guarde en la memoria mientras alguien cante los octosílabos en
el papel escritos. Esa muerte, pues, no será una que se olvide: mientras una
solitaria voz vernácula trove esos versos —en una apartada loma llena de
ocotes, y bajo siempre una brillante luz de luna—, el difunto seguirá vivo.
Con seguridad así
comenzaron los corridos de “El hijo desobediente”, o “La muerte de Lino Zamora”
—recopilados por Vicente T. Mendoza en su libro Corridos mexicanos [FCE, 1954]—, ahora para nosotros célebres e
inolvidables. De un acontecimiento hasta en ese momento aislado, o de una
simple ocurrencia de poetas para algunos improvisados, o para otros con una
educación rigurosísima en la versificación, han nacido piezas de gran
importancia literaria. El Cancionero
mexicano, el que corresponde a los corridos —casi siempre de autores
anónimos— ha venido a corresponder a la tradición legada de los romances
españoles.
Quién duda, entonces,
de la importancia de nuestra cultura nacida del pueblo. La cultura popular, de
la que se describe plenamente nuestra identidad, la llamada idiosincrasia nace
de la gente del pueblo y después los artistas educados la han tomado para crear
—recrear— obras maestras en todas las ramas de arte mayor.
No es un accidente,
pues, que uno de nuestros poetas mayores, como lo es Xavier Villaurrutia,
hubiera titulado uno de sus libros Nostalgia
de la muerte [Teatro y poesía completa de Xavier Villaurrutia, FCE, 1953],
así el tema de la muerte en Villaurrutia sea de distinta índole, según Octavio
Paz en Xavier Villaurrutia en persona y en obra [FCE, 1978] (“No creo que su
tema haya sido la muerte, al menos exclusivamente. Y no lo creo, a pesar de lo
que él dice y de lo que así declara el título de su libro, porque en esos
poemas el tema de la muerte está asociado estrechamente al del sueño y ambos a
la noche.”), por mencionar sólo un ejemplo —puesto que la poesía mexicana culta
y popular está íntimamente ligada al tema de la muerte, recordemos únicamente
el apartado de ‘Funeraria’ de Mil y un
sonetos mexicanos [Recopilador Salvador Novo, Editorial Porrúa, 1963], que
hace un enorme recorrido con obra de poetas nacidos desde 1683 (Juan Villa y
Sánchez), hasta otro nacido en 1939 (José Emilio Pacheco)—, ni que Guadalupe
Posada tomara como su principal tema la muerte —la calavera— en sus grabados.
Recordatorio de
la muerte (retablos de la memoria)
La danza macabra
En San Miguel de Allende me tocó
presenciar (en 1987) los festejos de la Semana Santa. Por las calles que
bordean la Plaza de Armas vi, no sin asombro, parte del convite, del carnaval.
Máscaras y disfraces.
Baile y música. Religiosidad y descaro. Vida pública y anonimato. Orgía y
desencanto. Acercamiento y lejanía. El espectáculo recordaba, más que a la obra
de Posada (que es, por decirlo de alguna manera, emblemática y festiva), a la
de José Clemente Orozco que es más apocalíptica y terriblista.
El juego popular que
presencié, me recordó, también, La danza
macabra de Juan Holbein el Joven.
El espectáculo me hizo
huir. Corrí entre la muchedumbre hasta llegar a la casa en donde me hospedaba.
En el callejón me senté en la banqueta y comencé a llorar.
Años después, al leer
las palabras de Paul Westheim [La
calavera, FCE, 1983] que describe los motivos de la obra (“La danza macabra
hace pensar en la muerte a los que viven despreocupados, sin pensar en su
salvación, entregados al juego de las pasiones terrenales...”), pude entender
el acontecimiento.
Visión pasajera
de la muerte
Camino a la Ciudad de México vimos, en
el borde de la carretera, un funeral. Cuatro hombres de extracción humilde
cargaban un ataúd. Vestían de negro. Una larga hilera de gente los seguía. Las
mujeres, que eran muchas, traían en sus brazos alcatraces y margaritas, y en
sus labios cantos. Lloraban y cantaban. Festejaban —nos pareció así— y
lamentaban la muerte. Las lágrimas en sus rostros nos mostraban su dolor. Mas
en sus cantos estaba, de algún modo, la alegría: contradicción. Escuché, en
aquella ocasión, canciones que no he vuelto a oír jamás.
Seguimos el féretro por
algún tiempo; luego los perdimos en un recodo de la carretera. Les recordé a
mis acompañantes, los funerales a los que asistí en la infancia. Traje a mí
sobre todo el funeral de un “angelito” y los acontecimientos ocurridos. Los
recuerdo ahora, otra vez, después de muchos años...
El cirio y la
muerte
En 1981 la Sep-Fonapas editó un libro a
la vez hermoso y terrible: Niños.
Hermoso porque nos recuerda la infancia, desde la época prehispánica hasta
nuestros días. Y terrible por algunas fotografías, pinturas y retablos de niños
muertos. En este libro hay una fotografía [de Lázaro Blanco] que me sorprende y
me duele. Me recuerda la muerte prematura de amigos de la infancia. Me atrevo a
describirla:
Entra, desde el fondo
del cuarto vacío, hasta elevar los pies del hombre que mira de pie el féretro,
la débil luz de una claraboya. No es la única luz en la vacía estancia: hay en
el extremo, muy cerca de nuestra mirada, la flama de un único cirio. Parece que
esa llamita albeara aún más la blanca tela con la que se cubre el joven
difunto. Su oscurecido rostro apenas se ve, no porque no exista, sino que la
oscuridad de su muerte se hace visible. Más que un muerto parece un dormido. Su
silencio es rotundo. El hombre deja caer su mirada. El que parece que duerme ya
no sabe que lo miran. El hombre junta sus manos, en señal de dolor. Su dolor
comienza en su alborotada cabellera. Quizá acaba de despertar. Su cabello se
eleva de extraña forma y hace que la cabeza tenga un tamaño singular: redonda y
triangular a la vez. Nada se oye, sólo la flama que se dibuja con cierta
perfección y nombra el silencio. Pero, ¿dice algo el silencio? El cirio se
vuelve a iluminar los cuerpos y nada se escucha..., sino el dolor.
Cuando la muerte
nos sorprenda, habremos reído
Estaba la Muerte un día
sentada en un arenal,
comiendo tortilla fría
pa ver si podía
engordar.
Canción
popular
Las calaveras de Posada están
estrechamente ligadas a los corridos. Y podría decirse que también al
periodismo, sobre todo a la llamada nota roja. Sin embargo, contrario al
patetismo y morbo que crea la nota roja, las calaveras de Posada reflejan un
fino humor que llega a la ironía, al sarcasmo, a la inteligencia.
Algunos historiadores,
como es el caso de Rafael Carrillo [Posada
y el grabado mexicano, Editorial Panorama, 1987], han aludido que los
orígenes de su obra se enclavan en la cultura prehispánica, sin embargo, Carlos
Monsiváis en el prólogo a Ustedes les
consta [Editorial Era, 1980], nos dice que “sus calaveras no remiten a
instintos ancestrales sino al uso magistral de las convenciones de época”.
Posada —también lo dice Monsivásis— no pretende horrorizar, sino divertir.
Contrario al
sentimiento que causó en Europa su obra (según nos cuenta Paul Westhim en su
libro La calavera), a nosotros no
hacen reír. Compartimos su humor y sus figuras ahora forman parte de nuestra
forma de ser. En el libro La calavera, hay una foto que nos describe con
perfección la manera en que hemos asimilado a Posada y su obra: en ésta, están
los hijos (muy pequeños) de Alberto Gironella con una calavera mariachi, su
risa, que no temor ni espanto, reflejan plenamente cómo nos ha hecho reír la
muerte, y que antes que llegue, habremos disfrutado de su compañía.
La que narra es
la muerte
Mi madre, cuando yo era un niño, me
narró una historia que le había contado mi abuela cuando niña. La disfruté con
verdadero placer y temor. Cuando cumplí veinticinco años leí la obra completa
de B. Traven. Macario, esa deliciosa
novelita que aún se deja leer, narraba el mismo acontecimiento.
Mi madre no sabe leer.
Mi abuela no sabía leer. ¿Quién le contó a mi abuela ese argumento?, lo ignoro.
Sin embargo, no deja de sorprenderme que la supiera y que B. Traven ya la
hubiera escrito.
Ignoro si la historia
es del dominio popular.
Épica de la
muerte
Vicente T. Mendoza confiere al corrido
un carácter épico-lírico-narrativo. Es, además, agreguemos, la forma poética
que mayoritariamente penetra en nuestras clases populares. Por los corridos
muchos de nosotros nos hemos enterado de la historia nacional, de los hechos
violentos del narcotráfico, de grandes amores y de las tragedias. Cantados por
Chalino Sánchez, por Los Tigres del Norte o por Los Alegres de Terán y Las
Jilguerillas, los corridos corresponden a nuestra poesía más popular. ¿Es acaso
el arte popular con el que más nos identificamos?, o ¿es acaso que a partir de
la cultura popular existe y se forma nuestro carácter?
Lo que no logra en gran
medida el arte culto, los libros en general, lo logran unos versos cantados a
media noche en la ciudad o en el campo.
Amigo Pazarin, lo felicito por este enorme estudio de la muerte y por sus fuentes. Un abrazo
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