De
Manuel Acuña (Saltillo, Coahuila 1849-Ciudad de México, 1873) se recuerda más
su leyenda que su obra; a excepción de su “Nocturno a Rosario” —que lleva de
manera directa al mito acuñiano—, poco o casi nada está en la memoria de los ya
casi agotados lectores de una obra que revela, sobre todo, una postura
filosófica (el Positivismo), un tiempo heroico de México (la construcción de la
República), el acercamiento a un movimiento universal (el Romanticismo) y la
entrada de la ciencia médica a la poesía nacional.
Después del texto mayor de Sor Juana
(“Primero sueño”), por extensión deberíamos colocar al quizás mejor poema de
Manuel Acuña “Ante un cadáver”; ambos otorgan línea directa a la tradición de
poemas largos en nuestro país, extendida hasta el siglo pasado para luego
(casi) perderse. De manera cercana están, entonces, el poema de Acuña y “Canto
a un dios mineral” de Jorge Cuesta, y hasta se podría incluir en este trazo
cuasi temático de la ciencia y la poesía el texto de Bernardo Ortiz de
Montellano, “Segundo sueño”, que alude a los suplicios médicos y a un
recurso-homenaje en su título a Sor Juana.
No obstante,
preferimos volver una y otra vez al “Nocturno a Rosario”, pues la leyenda es
más contundente (en apariencia) que los aportes a la cultura y, sobre todo, a
la poesía que Acuña trajo con su “Ante un cadáver”, del que Salvador Elizondo
ha dicho “…merece una mayor atención de la que generalmente se le concede, [ya
que] la leyenda ‘romántica’ en la que ha quedado envuelta la vida de este poeta
y la popularidad de su desafortunado Nocturno, enturbian la perfecta adecuación
de forma y ritmo, en la construcción que constituye una meditación sistemática
de acuerdo con los principios de la filosofía positivista…” (Museo poético, UNAM, 1974).
La popularidad
del poema nos lo confirma el hecho de que no hace muchos años lo llevaron a la
declamación Manuel Bernal y al canto, Los Alegres de Terán, Cornelio Reyna y
Chalino Sánchez, logrando un enorme éxito entre sus públicos; luego, la
incluirían otros trovadores mexicanos en sus repertorios y la actriz Ofelia
Medina interpretaría al personaje en una homónima película.
LA
DAMA Y EL SUICIDIO
Ignoro
los cánones de belleza de la época, sin embargo las (escasas) imágenes que podemos
encontrar de Rosario de la Peña no la muestran como una mujer exactamente
hermosa; con todo, en su derredor se fincaron pasiones amorosas: los poetas de
su tiempo, quienes acudían a su casa para realizar una tertulia ya legendaria,
“deliraban” por su persona. Siempre a los pies de Rosario estuvieron los bardos
Juan de Dios Peza, Antonio Plaza, Manuel M. Flores, Ignacio Ramírez, Agustín F.
Cuenca, Gerardo M. Silva, Javier Santamaría, Juan B. Garza, Miguel Portilla,
Vicente Morales y Manuel Acuña… Éste último —como la mayoría sabe— la llevó a
convertirse en inmortal y en personaje imprescindible de nuestra cultura
literaria. Hay, por cierto, diversas interrogantes en torno a esos supuestos
amorosos de la llamada “Rosario la de Acuña” que desde hace mucho tiempo he
querido formular, a manera de hipótesis —o como mero chisme (a destiempo) y
juego literario—, aprovechando la democracia de los muertos.
A partir del
singular retrato de Rosario de la Peña y Llerena que en 1874 nos obsequió
Ignacio Ramírez “el Nigromante”, se puede colegir que la musa de bardos no
solamente tenía una sensibilidad y una inteligencia privilegiadas, que los
obnubiló, si a esto agregamos que Rosario descendía de una familia de
hacendados cuyos parentescos fueron de algún modo ilustres y poderosos; bien se
podría hacer la siguiente pregunta: ¿los poetas solamente admiraban la supuesta
belleza de Rosario o también deseaban obtener de ella una posición relevante
social y económica? Pues no solamente Acuña la pretendió, sino que la gran mayoría
de ellos lo hizo, entonces: ¿era el amor lo que les llamaba o su posición?
Recordemos: la
mayoría eran jóvenes, de escasos recursos y con ansiedad de triunfo. En aquella
época —y en la actualidad— el prestigio social es más importante que cualquier
altura poética y literaria, y ganar el amor de Rosario de la Peña hubiera hecho
que se fincara de otro modo la inmortalidad y, en el mejor de los casos, una
comodidad para escribir su obra. Entonces: ¿qué buscaban los vates
decimonónicos, hacer una obra perdurable, un acomodo en la sociedad de aquel
tiempo o las dos cosas? Se sabe que hasta José Martí intentó seducirla; después
de la sonada muerte de Acuña, le escribió una carta a la musa, no sin antes
publicar en El Federalista (México, 6 de diciembre de 1876) algunas palabras
sobre Acuña, posterior al acontecimiento fatal:
Yo habría acompañado al grande y sombrío
Acuña, a aquella alma ígnea y opaca, cuyo delito fue un desequilibrio entre la
concepción y el valor —yo le habría acompañado, en las noches de mayo, cuando
hace aroma y aire tibio en las avenidas de la hermosísima Alameda [parque de la
Ciudad de México]. De vuelta de largos paseos, tal vez de vuelta del apacible
barrio de San Cosme, habríamos juntos visto cómo es por la noche más extenso el
cielo, más fácil la generosidad, más olvidable la amargura, menos traidor el
hombre, más viva el alma amante, más dulce y llevadera la pobreza.
Para luego
escribir abundantes misivas a Rosario. Alguna dice (Los amores de Martí de La
Prensa, San Antonio, Texas, 17 de octubre de 1948):
Amar en mí —y vierto aquí toda la
creencia de un espíritu— es cosa vigorosa... que en cuanto en la tierra
estrechísima se mueve no ha hallado en donde ponerse entera todavía... Angustia
esto de sentirse vivísimo y repleto de ternuras, en esta atmósfera tibia, en
esta pequeña insoportable, en esta igualdad monótona, en esta vida medida, en
este vacío de mis amores que sobre el cuerpo me pesa. Enfermedad de vivir: de
esta, enfermedad se murió Acuña. Rosario, despiérteme usted, porque vivir es
cama, por eso vivo; porque vivir es sufrimiento, por eso vivo; porque yo he de
ser más fuerte que todo obstáculo y que todo dolor. Esfuércese usted; vénzame.
Yo necesito encontrar en mi alma una explicación, un deseo, un motivo justo,
una noble disculpa de mi vida. De cuantas vi, nadie más que usted podría. Y
hace cuatro o seis días que tengo frío.
ANTE
UN CADÁVER
¿Qué
pretendía el joven poeta Manuel Acuña —tenía apenas 24 años— con su azotada
disposición de suicidio y el poema, luego célebre, que sabemos había escrito
antes de su decisión? ¿Ganar la oportunidad ante el grupo, de ser el elegido de
Rosario? Se sabe que Rosario de la Peña nada sabía de ese amor de Acuña por
ella. Ya que cincuentona —y viva— defendía su inocencia ante la sociedad de su
tiempo. Se cuenta que Rosario nunca se casó y que “el amor de su vida”, en
realidad, fue el poeta Manuel M. Flores, quien “murió en sus brazos, de
sífilis”.
¿Manuel Acuña
planeó una forma de llamar la atención? En un texto de 1897, Antonio Plaza
narra la historia:
Abandonamos la
Alameda a la hora del crepúsculo, lo dejé en la puerta de una casa de la calle
de Santa Isabel y me dijo al despedirnos:
—Mañana a la una
en punto te espero sin falta.
—¿En punto?—le
pregunté.
—Si tardas un
minuto más...
—¿Qué sucederá?
—Que me iré sin
verte.
—¿Te irás, a
dónde?
—Estoy de
viaje... sí... de viaje... lo sabrás después.
Estas últimas
palabras cayeron sobre mi alma como gotas de fuego. Quise preguntarle más; pero
él se metió en aquella casa y yo me fui triste y malhumorado como si hubiera
recibido una noticia infausta. Yo sólo sabía que aquel gigantesco espíritu
estaba enfermo y temía una crisis. Acuña llegó algo tarde a la Escuela en
aquella noche; rompió y quemó muchos papeles que tenía guardados; escribió varias
cartas listadas de negro, una para su ausente madre, otra para Antonio Coellar,
otra para Gerardo Silva, dos para unas amigas íntimas. Dicen que al día
siguiente se levantó tarde, arregló su habitación, se fue después a dar un
baño, volvió a su cuarto a las doce, y sin duda en esos momentos, con mano
segura y firme escribió las siguientes líneas: “Lo de menos será entrar en
detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno;
basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable —Diciembre 6 de 1873.
—Manuel Acuña”.
Yo llegué a visitarlo a la una y minutos, porque
un amigo me detuvo en la puerta de la Escuela. Encontré sobre la mesa de noche
una bujía encendida y a Acuña tendido en su cama con la expresión natural del
que duerme. Toqué su frente guiado por extraño presentimiento y la encontré
tibia; alcé en uno de sus ojos un párpado y la expresión de la pupila me
aterró; volví entonces con sobresalto el rostro hacia la mesa de noche y me
encontré en ella, junto a la vela, un vaso en que se apoyaba el papel que antes
he copiado. Me incliné para leerlo y un acre olor de almendras amargas me
descorrió el velo de aquel misterio. Aturdido, loco, llamé a los entonces
estudiantes y hoy médicos Vargas, Villamil y Oribe, que vivían en el cuarto de
junto. Oribe se precipitó sobre el cadáver queriendo volverlo a la vida y le
hizo una insuflación de boca a boca, al tiempo que Vargas movía el tórax para
producir la respiración artificial. Todo fue en vano. Oribe cayó presa de un
vértigo intoxicado por el olor del cianuro, pues Acuña había apurado cerca de
dos dracmas de esta substancia…
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