>Los conjurados
Ricardo Sigala
El pasado jueves 10 de noviembre recibimos un golpe
que oscureció más la noche que acababa de caer sobre nosotros. Por internet
comenzó a circular la noticia de que Leonard Cohen acababa de morir. Es verdad
que sabíamos que eso iba a suceder tarde o temprano, Cohen tenía 82 años y
hacía un mes había publicado su último disco titulado You Want It Darker (Lo quieres más oscuro), que literalmente era una
despedida del mundo y de sus seguidores y especialmente se trata de un ajuste
de cuentas con Dios, en donde después de confrontarlo le dice “Estoy listo, mi
señor”; apenas hace unos días, había declarado en una entrevista a The New
Yorker: “estoy preparado para morir”, aunque también dijo en esa última
entrevista de su vida: “Me propongo vivir 120 años”.
Sí, sabíamos que se acercaba el momento, el mismo Cohen nos lo resaltó,
pero es difícil aceptar que la muerte sucede así nada más en alguien que se
dedicó a poner música y poesía en nuestras vidas durante cincuenta años, pero
no esa música que aparece como ruido de fondo de nuestra existencia, sino
aquella que le da significado y sentido a nuestro andar por el mundo.
Leonard Cohen es una de las voces imprescindibles de la canción
contemporánea, sólo pensemos en su clásico “Hallelujah”, fue un poeta hacedor
de canciones, pero también un escritor de novelas y libros de poesía. Antes de
dedicarse a la música había publicado media docena de libros que habían sido
muy bien recibidos por la crítica especializada, sin embargo, a él le sedujo el
canto y llevó toda su potencialidad sonora y su sensibilidad a la canción. El
máximo reconocimiento que le llegó en su vida fue recibir el Premio Príncipe de
Asturias de la Letras en 2011, y fue un continuo candidato al Premio Nobel de
Literatura.
Pero el Leonard Cohen que duele no es el de las enciclopedias y los
premios, sino el que late en nosotros, el autor de «Everybody Knows» y
“Partisants”. El que hizo una oda a Janis Joplin en su “Hotel Chelsee”, contra
el mainstream de la
música comercial, donde celebra a los feos que hacen grandes canciones. Cómo no
pensar en películas o series que se nos hicieron memorables a partir de la
aparición de una de sus canciones en ellas. Una de la situaciones más emotivas
de mi vida, fue ver a Cohen en la televisión norteamericana de los años 70
cantando “Suzanne”, con las lágrimas resbalando por su mejillas. O su discurso
de Oviedo al recibir el Príncipe de Asturias. Está también el Cohen que se
despide que le canta a Marianne. El Cohen que a los 71 años pierde toda su
fortuna tras ser traicionado y desfalcado estafado por su representante y se
rehace grabando el álbum Live in London, uno de los mejores discos en
vivo de la historia del rock, a decir de la revista Rollings Stones. Y qué
decir de la osadía de componer con casi 80 de edad dos álbumes que son
verdaderas obras maestras: Old Ideas y Popular Problems.
Pero Cohen está con nosotros, es innegable su influencia en la mejor
música hecha hoy en día en español. Escuchamos a Cohen en permanente guiños y
homenajes de nuestros grandes compositores en castellano: Andrés Calamaro y
Fito Páez, Joaquín Sabina y Nacho Vegas, Kevin Johansen y Jorge Drexler, ellos
y muchos más son herederos de este poeta que tan bien dibujó Fernando Navarro
en el diario El País: el hombre del “apaciguador susurro, esa voz de cálido
invierno, como una hoguera en lo profundo del bosque, iluminando el tránsito
emocional de los desorientados.”
2016 se llevó a David Bowie, ahora también a Leonard Cohen, su recuerdo
está en nosotros, en la forma de una voz grave, que como sucede con los grandes
artistas, contiene en sí los misterios y enigmas que nos definen. Cohen aseveró
que vivirá 120 años. Seguro serán más.
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