Los cuerpos se buscan
I
Esa
noche, en el abrazo, supo que la amaba. La ciudad entonces se detuvo. Las
avenidas, donde autos cruzaban a gran velocidad, desaparecieron: la fuerza y el
cataclismo que es toda urbe. Peces variables e iridiscentes (en sus escamas)
pararon también: porque la noche dejó a los cuerpos en unión. La forma
realizada, en la proximidad, abrió la fuente: peces saltaron por los aires y
sobre una ola. Advenediza el agua alcanzó la calle hasta llegar al auto y a los
seres en abrazo. Luego se dispersó.
La asfixia —ahora— hace a los peces dar saltos sobre el pavimento. Después, acostumbrados al aire que llega, les da una nueva vida apenas descubierta. Por la costumbre de su naturaleza no saben al comienzo erguirse y caminar. Pasado el asombro se levantan y echan a andar por las banquetas. Repentinos acomodan los sombreros en sus cabezas y alargan los pasos hacia la tienda más cercana y compran cigarrillos. Húmedos no adivinan en sus bolsillos el dinero a la hora del pago: dan al azorado dependiente una propina de sal. Se marchan.
Orondos,
salen a las avenidas a dar un largo paseo. Las luces públicas alumbran sus
rostros hasta hacerlos brillar en variadas formas. Enrojecidos los ojos por
tantos días sin sueño se abren hasta mirar lo que a su paso se otorga por vez
primera. Elevados árboles ofrecen rotundas sombras: marcan con mayor
profundidad la noche.
Alternados
los faros de los autos los iluminan hasta darles resplandor; luego retornan a
la oscuridad. Las brasas de los cigarrillos forman una constelación. Son
siluetas, son humos. Amplias estelas se forman hasta cubrir el espacio. Tardías
llegan las mujeres-peces, se aproximan a ellos seductoras. Breves pasos hacia
los habitantes del árbol.
El
viento remueve a las sombras.
Conversan.
Aparecen
burbujas de sus bocas, para luego descubrirse palabras: esferas volando por los
aires hasta explotar en las ramas más altas. Algunas, sin encontrar obstáculos
y ligeras, van a confundirse con las estrellas que, brillantes, realizan otra
constelación.
Abajo
las palabras abriéndose continuas para completar el encuentro. Se toman las
manos, luego, para reanudar el paseo. Cruzan la avenida y un auto está a punto
de cometer la masacre; mas —hábil— el conductor frena y los peces siguen el
camino hasta alcanzar la acera. Silenciosas, una sonrisa amable en los labios,
las mujeres-peces depositan el calor —ahora necesario— en los cuerpos.
Los
peces remueven sus extremidades hasta alcanzar los delgados hilos en la cabeza
de las mujeres-peces. Al poco tiempo encuentran los prados y el pequeño bosque.
Se sientan en las bancas ocupando todo el espacio posible del jardín. Se
hablan. Se acarician hasta volverse completamente humanos. Aparece —en este
instante— en lo alto del cielo la luz de luna: les asombra mirarla. Llena en su
totalidad, deja caer su resplandor sobre los cuerpos.
Los
peces la contemplan hasta ser parte de ella. Pasado el tiempo retornan sus
pasos. Hallan otro jardín. Y en el jardín una amplia fuente: se hunden en las
aguas hasta desaparecer.
Después
del baile los cuerpos se buscan.
El
resistido roce de los labios, el movimiento de las manos, caminan hacia la
tarde en que se conocieron. Pero ella no adivina: suspende la memoria en el
instante del abrazo. Se embelesa, se abstrae en el tiempo: ocurren los hechos
bajo las luces artificiales en la rotunda noche que se amplifica.
Nada
saben: al paso de los autos por la avenida la ocupación de la memoria en otra
parte. A la salida del salón de baile caminan un trecho. La ciudad está viva,
fulgurante y deseosa de más. Pero ellos en el jardín detienen los pasos.
Maderamen
de historias, arena del desierto en los ojos. Voces lejanas vienen hacia los
cuerpos y se abren en frases alongadas; llegan supinas para armar la
conversación, las explicaciones. Ella habla del dolor otorgado en antiguas
relaciones, pero ya no desea el dolor. No más los sufrimientos. Nunca más los
abandonos reiterados y las encarnizadas luchas consigo misma.
Ella
viene de lejos para restañar las heridas y recuperarse de una enfermedad. Se
aleja de la maldad de los seres oscuros porque busca la luz. Esa luz, de algún
modo diría después —mucho tiempo después—, la había visto cuando se conocieron.
Sin
saber nada de él, ella miró una luminosidad en su rostro mientras hablaba con
los contertulios. Aquella vez —la vista los atrajo— él no supo sino recordar un
reciente sueño donde había visto a una mujer llegar, a la mitad de la tarde, y
se vistió de desnudez para calentar la soledad. La tarde en la que se
conocieron —lo supo perfectamente— estaba sucediendo cuando ella partió, así
sin más: una despedida, un hasta pronto.
La
tarde de los contertulios, a la salida del viejo café del centro, él no hizo
sino hablar y hablar de ella. De su sentir, de la atracción surgida hacia la
mujer venida de pronto con el viento y la arena del desierto: vestida de un
color solferino surgido del sol de la tarde.
Ella
salió del café y una tormenta vino.
Pero
ahora allí —en el jardín— la noche confunde la luz en sombras, porque en el
salón de baile él había pretendido robar sus labios.
En
medio del salón los cuerpos en deseo; o mejor: él concentrado en lo profundo
del deseo. Largo y disfrutable el tiempo, el tiempo y el deseo: muy cerca los
cuerpos como si la arena —en la tormenta— se uniera para ser una sola, para
crear de fragmentos desunidos una roca, una piedra que al tiempo fuera brillante
como la noche del baile.
Esa
noche —ésta— los labios hacen resurgir las tribulaciones de antiguas historias,
de informes ofrecidos en la madrugada cuando el frío —racimo de flores de hielo—
hace temblar las manos. Las delicadas manos apenas tocadas a la hora del baile
en el salón, donde la orquesta esparció los compases para brindar a los cuerpos
el abrazo.
Ante
la calle sola ahora se repite.
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